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28/03/2024. 12:19:52

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La pluma en la balanza

Teófilo Hurtado Navarro
Registrador de la Propiedad

El autor nos relata cómo desde la antigüedad poetas, novelistas, filósofos e incluso economistas han encontrado en el "derecho" uno de sus más grandes temas de inspiración

La pluma en la balanza

"Que la propiedad adquirida por los hombres a través de largos y sostenidos trabajos vaya a parar más tarde a manos de las mujeres, para que éstas, debido a su insensatez, la dilapiden o la malgasten como sea en poco tiempo, es un absurdo que se debería impedir limitando el derecho que tienen las mujeres a heredar." Esta reflexión sobre el Derecho de Sucesiones no es una cita del Corán, como todos ustedes están pensando. Se le ocurrió a un alemán con patillas llamado Schopenhauer. Seguro que un hombre tan fascinado por la India leyó con deleite el capítulo de La vuelta al mundo en ochenta días donde se nos explica la simpática costumbre del "suttée" (quemar a la viuda cuando se muere el marido), aunque el desenlace que eligió Julio Verne quizá no fue tan de su agrado.

Por supuesto que Schopenhauer no es el único escritor alemán que ha tratado temas jurídicos. También está Nietzsche. Pero si el maestro era el moderado, para qué citar a su discípulo… No hay más que decir para quien sepa el refrán, como zanjaba Quevedo, con su habitual laconismo, a propósito del dómine Cabra.

La concisión laconia. Elogiada ya en la antigüedad por escritores como Jenofonte (un tal Jenofonte, como se llamaba a sí mismo en el Anábasis). En su estudio sobre las Constituciones griegas, llegaba a una conclusión más bien pesimista: lo mejor siempre se opone a la democracia. Opinión compartida por otro aristócrata de la inteligencia, nuestro compatriota Fernando Sánchez Dragó, en su último libro Y si habla mal de España… es español. Rara es la página en que no se lamenta de vivir en el segundo país con más leyes del mundo. Es una lástima que no diga cuál es el primero.

Laconismo. Donde otros escritores ponen una coma, Azorín ponía un punto. Los novelistas franceses del siglo XIX lo entendieron muy bien. Leían el Código de Napoleón para aprender concisión. Si un escritor español tuviera que hacer lo mismo, ¿qué aprendería de nuestras rollizas leyes, cebadas como el ternero del hijo pródigo? "Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa." Con su prosa conceptista de ecos evangélicos, el Sueño del alguacil endemoniado trata el tema que nos ocupa con una visión más idealista de lo que cabría esperar en su autor. Quizá porque estaba convencido de la inminencia del Juicio Final, y la sentencia no será generosa.

Condenó Quevedo la usura en muchas de sus obras, en la misma línea que Aristóteles o Santo Tomás de Aquino. Pero otros autores defendieron la utilidad y aun la necesidad del préstamo con interés. No tenemos que desempolvar a Adam Smith para encontrar una apología de las hipotecas; en uno de sus más ingeniosos opúsculos, el filósofo, científico y novelista inglés Francis Bacon se ocupa de esta materia con la agudeza que le caracteriza.

Y si todos estos escritores se ocuparon del Derecho y la Economía, no faltan economistas que acometieron lo que Ihering llamaba la lucha por el Derecho. Quizá el ejemplo más brillante sea John Stuart Mill, conocido en el siglo por sus tratados económicos, pero que nos legó una obra, Sobre la libertad, profunda en su sencillez, sobre un tema, la censura, que tanto preocupa a cualquier escritor digno de ese nombre.

Pero no todos los escritores tienen valor para desafiar a los poderosos. Si, hoy como entonces, la fortuna sólo sonríe a quienes defienden causas ganadas, se comprenden casos como el de Cyrano de Bergerac. Personaje más literario en la vida real que en los versos de Edmond Rostand, el poeta y mosquetero, autor de obras tan procaces como El otro mundo, abogó por los principios constitucionales de la monarquía absoluta de derecho divino -¡precisamente él, que se vanagloriaba de su ateísmo!- en una extensa carta contra los frondistas. Mazarino invirtió bien sus treinta monedas de plata.

En uno de sus artículos menos conocidos, Los barateros o el desafío y la pena de muerte, Larra se ocupa del problema capital -nunca mejor dicho- del Derecho con su estilo característico: "Cualquiera de nuestros lectores que haya estado en la cárcel, cosa que le habrá sucedido por poco liberal que haya sido…". Fígaro no fue el único que tuvo problemas con la justicia. Sócrates es el caso más conocido. Hubo otros, como Diógenes, condenado por acuñar moneda falsa (delito que en tiempos se castigaba con la pena de muerte y que nuestro vigente Código Penal, con la proporcionalidad que le caracteriza, equipara a la castración, en un lapsus freudiano que merecería mayor estudio). En España, Fray Luis de León aprendió por las malas la descansada vida lejos del mundanal ruido tras traducir el Cantar de los Cantares. Y en tierras anglosajonas, Oscar Wilde compuso De profundis en el penal de Reading (nomen omen), su obra más conmovedora, en la que narraba su conversión al cristianismo tras leer los Evangelios en griego que encontró tirados en su celda. Habría dado la razón a Chesterton: Dios nos rompe para poder rehacernos.

Al otro lado de la ley, las cosas se ven de otra manera. No en vano, Horacio escribe: "Est operare pretium duplicis  pernoscere iuris naturam." Cuando los juristas se meten a escritores, podríamos temer un desastre de considerandos y resultandos. Curiosamente, no es así. La Historia nos da ejemplos de poetas legisladores, como Licurgo, Salomón y Alfonso X el Sabio. Sin tanto poder, pero con mayor perspicacia para los problemas jurídicos, encontramos a Cicerón, cuya máxima "Habes quod accusatori maxime optandum: confitentem reum", fue maldita por tantísimos escritores rusos deportados a Siberia, tema éste que trataremos detenidamente en otro artículo.

Discípulo de Cicerón fue Quintiliano, aquel abogado de Calahorra que enseñaba a los letrados de Roma a hablar bien en latín. Otros, como Yukio Mishima, abandonaron muy pronto su prometedora carrera en los tribunales para conquistar el Parnaso, aunque no olvidaron las lecciones aprendidas en la facultad de Derecho. En su magnífica novela El templo del alba, el mejor escritor japonés del siglo XX repasa la legislación de su país, marcada por el BGB, y añora los tiempos de la justicia kármica, en que cada delito se castigaba reencarnando al reo en un animal diferente. Muchos otros han seguido su ejemplo, soñando con convertirse en el próximo John Grisham. El resultado de estas tentativas ha sido eso que llaman "literatura para funcionari@s" (así, con esa arroba asexuada y omnipresente, símbolo del ciberespacio cuyo nombre evoca los tiempos del licenciado Vidrieras). Ahí está, como ejemplo más destacado, La catedral del mar y su querimonia.

Por fortuna, hubo un tiempo en que los funcionarios escribían libros en vez de leerlos entre paradas de autobús. De aquella época rescatamos perlas como este poema, Desde lo alto del pabellón Youzhou, escrito por Chen Zi'Ang, suponemos que mientras preparaba las durísimas oposiciones a letrado del Celeste Imperio:

"No veo ante mí al hombre del pasado

Ni a mi espalda al que todavía no ha llegado.

Pensando en lo infinito que es el universo,

Derramo lágrimas solo, en la tristeza inmerso."

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