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Los costes de un mal directivo público

Subdirector general del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas

Si alguien rompe una silla del centro de trabajo en un ataque de ira, todo el mundo sabe que ha hecho algo malo, incluido el propio sujeto que ha cometido el atropello mobiliario. Si alguien ejerce mal una responsabilidad ejecutiva, entramos en el terreno de la valoración subjetiva. Y, lo que es peor, el mal directivo generalmente no es consciente de su mal hacer. Para atajar esta situación, se necesitan unos objetivos previamente marcados y unos criterios de evaluación establecidos, que permitan determinar el nivel de acierto y error. Y la responsabilidad asumida.

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Despreciando costes

AE los primeros días de diciembre tuvo lugar el I Congreso Global de Dirección Pública Profesional, y uno de los temas que más debate generó fue precisamente la medición de los costes derivados de un mal ejercicio de la dirección pública. O más bien la falta de medición de esos costes, como un elemento que ni siquiera se toma en consideración. Sin duda todo el mecanismo aparece aquí implicado, desde la débil figura de la libre designación hasta la carencia de sistemas de evaluación, pasando por la inestabilidad de unos directivos cuyo tiempo de ejercicio suele estar estrechamente ligado al responsable político que lo nombra.

Estatuto fosilizado

Es sorprendente que esta situación obedezca a un clarísimo incumplimiento legal. Desde abril de 2007 existe un Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP), sustituido posteriormente por el Real decreto legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público. El artículo 13 del Estatuto está dedicado a la figura del "personal directivo profesional", con mandatos tan claros como los de que:

  • "Su designación atenderá a principios de mérito y capacidad y a criterios de idoneidad, y se llevará a cabo mediante procedimientos que garanticen la publicidad y concurrencia."
  • "El personal directivo estará sujeto a evaluación con arreglo a los criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad por su gestión y control de resultados en relación con los objetivos que les hayan sido fijados."

Bastaría poner en práctica estos dos sencillos mandatos, para que la realidad del directivo público profesional en España diera un vuelco total. Sin embargo, casi trece años después, el artículo 13 del Estatuto sigue sin desarrollarse y sin aplicarse. Ni tampoco hay muestras en el horizonte próximo de que forme parte de los proyectos próximos a romper el cascarón. Permanece fósil en su estado inicial.

¿Quiénes son los directivos?

Como complemento a este artículo del Estatuto, cabe señalar que el artículo 55 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público señala que son órganos superiores de la organización central de la Administración General del Estado los ministros y los secretarios de Estado. Y son órganos directivos los subsecretarios, secretarios generales, secretarios generales técnicos, directores generales y subdirectores generales. Todos ellos son al mismo tiempo altos cargos, excepto los subdirectores generales.

Podemos convenir, por tanto, que los directivos públicos ocupan los puestos con rango de subsecretario, director general y subdirector general. Son los puestos, por otra parte, para los que la ley exige la condición de funcionario.

Hay dos elementos fundamentales en el nombramiento de directivos públicos en España. El principal, el de la valoración de la confianza frente a las habilidades directivas y la idoneidad para el ejercicio directivo, y eso se logra mediante la cercanía, política y/o personal del designado. A este criterio se le une la sobrevaloración de los conocimientos técnicos y especializados en su materia, en detrimento de la preparación directiva. Hace algunos años abordé el problema de los jefes tóxicos y ya advertí de que "las administraciones públicas convierten con frecuencia a un buen profesional en un mal jefe".

Directivos becarios

Como los directivos carecen de la estabilidad de un período de mandato y se pueden cesar libremente, y como la principal razón del nombramiento es la cercanía, cuando esta se altera al cambiar el titular, el nuevo equipo vuelve a cesar y nombrar buscando esa cercanía en el personal directivo. Es decir, no estamos salvaguardando el proyecto administrativo, ni valoramos la estabilidad de la estructura, ni sopesamos la continuidad de los equipos en la consecución de los proyectos de la organización. Tampoco se mide el impacto sobre el servicio público, que es el foco central de una organización pública. Lo que realmente se está sopesando sobre todo es la cercanía, que no tiene por qué ser a una opción política.

Con estas razones (no podemos llamarlo métodos) de designación (no podemos llamarlo selección), nada garantiza el acierto en el nombramiento, y menos el acierto del nombrado en su gestión. Eso se deja al azar, a modo de método de prueba y error. En ocasiones el designado trae experiencia, otras veces no. Cuando llega directivamente virgen, en ocasiones funciona el efecto becario, y el directivo nombrado aprende con la práctica, e incluso se forma durante el ejercicio de la jefatura. Otras veces no aprende ni a la de tres.

Esto no sale gratis

Y aquí llegamos a las grandes preguntas. Porque toda esa situación tiene consecuencias. ¿Alguien valora el coste de esta manera de funcionar? En el mejor de los casos, los proyectos quedan sin terminar, el servicio público se resiente. En el peor de los casos, alguien ha ejercido una responsabilidad para la que no está preparado y ha generado daños en el servicio, en la organización y en los empleados públicos a su cargo. Las organizaciones son las personas, y si se daña eso la organización pierde eficacia y el ciudadano recibe un mal servicio público.

No son pocas las veces en los que las unidades quedan desmontadas tras su dependencia de un directivo no idóneo; lo que era una organización deviene en mera agrupación de personas, probablemente desmotivadas. A veces es asombrosa la capacidad de un mal directivo para destruir en poco tiempo lo que se ha construido en años.

Todo eso son daños traducibles en costes. Pero como no hay una evaluación del directivo, no hay tampoco una rendición de cuentas con la correspondiente asunción de responsabilidades. Como en el día de la marmota, todo volverá a empezar como si nada.  

 

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