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18/04/2024. 19:30:54

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(In)coherencias cuánticas y jurisdiccionales

Doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

Raúl C. Cancio Fernández

Supremacía cuántica. No, no me estoy refiriendo a conflictos convivenciales de naturaleza territorial, ni al apartheid sudafricano ni tampoco de la lucha por los derechos humanos al sur de la línea Mason-Dixon de los años cincuenta.  Hablo de la información publicada en el pasado número 574 [págs. 505-510(2019)] de la revista Nature , en el que se podía leer la versión definitiva del artículo científico en el que la empresa Google explica el presunto mayor avance de la historia en computación cuántica, sosteniendo en ese artículo haber logrado la abracadabrante proeza de emplear tres minutos y veinte segundos para resolver una operación de cálculo de números aleatorios que al ordenador convencional más potente de la actualidad le hubiera llevado miles de años: en otras palabras, se habría alcanzado la referida «supremacía cuántica».

La ininteligibilidad de la mecánica cuántica y de sus inextricables contradicciones residen en la doble realidad que únicamente se advierte a nivel microscópico, dada la ambivalencia de los electrones, que son onda y corpúsculo a la vez. Lo realmente sensacional es que, mientras no miremos y exijamos a la partícula que se defina, ambas posiciones físicas conviven, manteniéndose así esa peculiar y extraordinaria coherencia cuántica. La computación clásica opera, por el contrario, de forma binaria y no admite indefiniciones, o son «unos» o son «ceros», mientras que la mecánica cuántica se aprovecha de la superposición de aquellos valores binarios para afrontar problemas -hasta ahora- irresolubles.

Pues bien, no hay disciplina técnica o intelectual que se asemeje más al experimento de Schrödinger que el Derecho y, más específicamente, su aplicación por los tribunales de justicia. Si recuerdan el experimento concebido en 1935 por el físico vienés, mientras la caja permanecía cerrada, y la partícula de la que dependía la activación de la trampa mortal permanecía no develada, el gato que había en su interior, estaba vivo y muerto a la vez, extremo que se simplificaba al abrirse la caja y activarse la partícula felicida, momento en el que el minino estaría vivo o muerto, de manera excluyente.

Pues bien, en escenarios litigiosos, y partiendo de una premisa fáctica incontrovertida y pacífica, la pretensión del recurrente, demandante o denunciante y la oposición de la contraparte, ontológicamente contradictorias, co-existen de forma simultánea, «siendo» ambas al mismo tiempo, en tanto en cuanto la firmeza de la sentencia no disuelva esa (in)coherencia interna procesal.

Y es que el Derecho, como el más y mejor acabado mecanismo autocompositivo diseñado por el ser humano, es muy anterior a cientificismo de la Ilustración, que garantizaba que cualquier problema era susceptible de resolución aplicando el razonamiento lógico en un número finito de pasos. La fascinación ilustrada por un mundo mecanicista llevó al auge de los autómatas durante el siglo XVIII, sorpresa y metáfora de la cultura manierista y trasunto de la idea que la Ilustración tiene del Hombre, al que ve como una máquina, ya no regido ora por el Gran Hacedor, ora por los astros, sino por su cerebro, sus vísceras y sus músculos. Consecuentemente, la aspiración de los revolucionarios ilustrados era conseguir una administración que fuera una máquina de aplicación automática y lógica de leyes aprobadas por el parlamento, un ser inanimado que aplicara las palabras de la ley, por utilizar por analogía la conocida metáfora de Montesquieu respecto al poder judicial.

 El Derecho, como la física cuántica, se radica, por el contrario, en el terreno que Lewis Carroll situaba al otro lado del espejo, donde rige una lógica y una vinculación causa-efecto sensiblemente diferentes. Alicia contemplaba el mundo de los adultos no como la «realidad», sino como una inversión de aquella al socaire de dos términos absolutamente definitorios en el idioma inglés: el common sense victoriano y su opuesto, el nonsense, como respuesta al convencionalismo arbitrario de unas reglas que, a los ojos de Alicia, carecían de sentido.

No busquen Justicia en el maravilloso país de los Tribunales, en todo caso, y no siempre, motivada, proporcionada y contextualizada aplicación de la Ley.  Y es que, créanme, en el actual contexto de posmodernidad hipertecnificada, no hay aún nada más verdaderamente disruptivo que el Derecho.

 

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