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24/04/2024. 19:15:27

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La motivación de los hechos: el comodín del comodón

Alfonso Paredes Pérez

Hay reveses judiciales que a uno le hacen tambalearse. Supongo que a todos los abogados nos pasa. Por fortuna, uno no llega a acostumbrarse, como le pasará al buen cirujano que, tras horas de operación y lucha sin cuartel, pone fin a sus desvelos con un escueto “hora de la muerte, las 16.40″.

En nuestro caso la escena es la siguiente. El Procurador nos notifica por e-mail la sentencia. Vamos directamente a la parte dispositiva (irónicamente llamada "fallo"). Durante unos segundos contenemos la respiración. Leemos rápido, aplicando a nuestro caso la expresión "desestimar". ¿Aquí éramos demandantes o demandados? ¿Y habíamos reconvenido o no? El pleito entero nos pasa por la cabeza, como si fuera una película muy rápida. Todo sucede en muy pocos segundos. Es entonces cuando el mundo puede venírsenos encima. Y es entonces cuando, de inmediato, tenemos que reaccionar.

Decía Ossorio, en su impagable "Alma de la toga", que debajo de la toga hay que llevar coraza. Cuánto razón tenía. Lo que se escribió en 1923 nos sirve a los abogados de 2014. Nada nuevo bajo el sol. La abogacía es -también lo decía Ossorio- el "áspero oficio de pedir justicia". Y con esa aspereza contamos. 

Con lo que, a mi juicio, no podemos transigir es con la trampa argumental, que es una especie que abunda. Hay formas de resolver que claramente no son de recibo. No me refiero, claro está, a que el Juez no haya de sentenciar conforme a su convicción personal y conforme al Derecho que considera aplicable. Eso es indiscutible; la independencia judicial no admite matices. Que el Juez dé a cada uno lo suyo; que cumpla su difícil misión; que, actuando en conciencia, administre justicia.

A lo que me refiero es a las trampas en la forma de razonar. En concreto, me quiero referir a la forma en que, en algunas decisiones judiciales, se resuelve acerca de los hechos. Mi impresión es que, en las sentencias con trampa -no hay otro modo de llamarlas, si queremos llamar a las cosas por su nombre-, la discusión sobre las normas jurídicas se come una discusión primera, imprescindible y básica, que es la discusión fáctica. El derecho fagocita los hechos.

Por eso no es extraño, por ejemplo, que una  sentencia cite con profusión la doctrina jurisprudencial sobre un tema (no siempre de forma atinente, por cierto, porque, al igual que sucede en las demandas, en las sentencias se abusa del cortar y pegar), pero que, al tiempo, esa sentencia -aparentemente exhaustiva y muy "jurídica"- no argumente nada acerca de cómo, sobre la base del resultado de las concretas pruebas practicadas, los hechos son los que son. Ahí está la trampa.

Volvamos, pues, a una idea básica. Antes de aplicar el derecho, hay que fijar bien los hechos. Y, si en este punto capital no queremos que haya trampas, la sentencia debe explicar razonadamente por qué los hechos son los que son y no otros distintos. Sin eso, la sentencia carecerá de motivación. No lo digo yo, lo dice, con una claridad que pasma, el artículo 218.2 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), cuyo repaso recomiendo vivamente.

Esta norma no sólo obliga al Juez a motivar su decisión expresando los razonamientos jurídicos que le llevan a una concreta aplicación e interpretación del derecho. Eso es algo, pero -insisto-no lo es todo.

En realidad, no soy yo el que insiste. Es la Ley quien lo hace, para así dejar muy clara esta idea esencial. A renglón seguido, el artículo 218.2 LEC dispone que "la motivación deberá incidir en los distintos elementos fácticos y jurídicos del pleito, considerados individualmente y en conjunto, ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón".

La norma no puede ser más rotunda. Se refiere a "incidir" (es decir, no a tratar de pasada, incidental e imprecisamente), a "los distintos elementos fácticos" (es decir, no a alguno de ellos, o al hecho que, arbitrariamente, el Juez considere más relevante o menos polémico), y a una doble consideración de los hechos (individual y en conjunto), para evitar así apreciaciones desconexas y sin sentido. Por último, la norma se refiere a "las reglas de la lógica y de la razón". Y es aquí, en este último punto, donde, paradójicamente, se da la ilógica y la sinrazón. Me explico.

Nadie sabe qué son exactamente "las reglas de la lógica y de la razón". La Filosofía lleva siglos discutiéndolas, y, por tanto, ningún Tribunal Supremo puede precisarlas. Administrar justicia es mucho más que aplicar fórmulas matemáticas. Sabemos que el comportamiento humano no se aviene con las Ciencias Exactas. Por tanto, esas "reglas de la lógica y de la razón" son, por mucho que la jurisprudencia se afane en precisarlas (en realidad no hace otro cosa que rebautizarlas, poniendo otro nombre a lo que, en el fondo, no puede dejar de ser algo impreciso), unas reglas difusas y amplias. Perfectas, pues, para convertirse en un comodín del que resuelve.

El problema radica, a mi entender, en que con frecuencia se utiliza sólo el comodín, y es entonces cuando el razonamiento resulta tramposo. El comodín hace el razonamiento comodón. Lo hemos visto muchas veces. Sentencias que se refieren, con más literatura de formulario que otra cosa, a que "el Juzgador, realizando una valoración conjunta de la prueba, y aplicando las reglas de la razón y de la sana crítica, concluye que el actor no ha acreditado los hechos en que pretende basar su pretensión". Decir sólo eso es lo mismo que no decir nada. O peor, si se quiere ir más allá: decir sólo eso es engañar, es hacer trampa.

El citado artículo 218.2 LEC hay que aplicarlo en su integridad, no sólo en la parte que hace más fácil la sentencia. En la argumentación acerca de los hechos está también -¡y vaya que si lo está!- la justicia del caso concreto.

Una sentencia no convence, pues, cuando se limita a desentrañar un artículo de Código Civil o a citar in extenso una sentencia reciente del Pleno de la Sala 1ª del Tribunal Supremo. Una sentencia justa tiene que contener también una buena motivación sobre los hechos. La valoración de la prueba deberá, por tanto, expresarse de forma clara y ordenada, punto por punto, sin invocaciones genéricas a la "valoración conjunta" (un auténtico mantra judicial), sino con cita expresa de todas y cada una de las pruebas practicadas y con explicación de por qué, en ese caso concreto, las pruebas dan la razón a uno u otro litigante. No se puede dar la razón sin dar las razones. Todas las razones.

Sé que este comentario puede resultar algo áspero. Y que, además, puede pecar de injusto (porque es innegable que todos los días se dictan en España muchas sentencias buenas, sin trampa ni cartón). Con todo, lo considero necesario. A veces, aunque suene impúdico, hay que decir que el rey va desnudo. Es el primer paso para evitar el ridículo.

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