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Las potestades del Magistrado-Presidente: ¿imparcialidad institucional?

Abogada. Experta en Derecho Público Penal y Administrativo de DOMINGO MONFORTE ABOGADOS ASOCIADOS

Sara Calvo Pellicer

La Ley Orgánica 5/1995, en desarrollo del artículo 25 de nuestra Constitución, alumbró un modelo de Jurado, de claro corte anglosajón, en el que el deber de decidir acerca de la criminalidad de los hechos se sustrae a la decisión de un órgano técnico para dejarlo en manos de un tribunal compuesto exclusivamente por jueces legos.

El legislador, sin embargo, ha considerado necesario que sea un Juez profesional quien auxilie y guie a los jurados en dicha tarea, configurando lo que la doctrina y la jurisprudencia han venido a definir como un "modelo puro con modulaciones", atribuyendo al Magistrado-Presidente un conjunto de potestades de enorme trascendencia con implicaciones tanto antes, como durante y después de la celebración del juicio oral.

Pese a que un sector minoritario de la jurisprudencia ha llegado a calificar al Juez profesional como un "mero director" del proceso cuya única función es la de justificar un veredicto ajeno sin posibilidad de expresar su propio criterio, lo cierto es que, el elenco de facultades procesales que la Ley atribuye al Magistrado-Presidente no solo lo erigen como el máximo garante de la legalidad y el cumplimiento de las garantías constitucionales, sino que le otorgan un papel determinante en el desarrollo del proceso, por lo que su actividad, como señala el Tribunal Supremo, no se caracteriza por la pasividad.

En primer lugar, mediante el cauce de las cuestiones previas, el Magistrado puede impedir la celebración del juicio oral si considera que se dan las circunstancias legalmente previstas para acordar el sobreseimiento, igualmente, ostenta la potestad de disolver anticipadamente el Jurado y dictar una sentencia absolutoria, tanto a instancia de parte como por iniciativa propia, cuando sin entrar a valorar la prueba practicada -competencia exclusiva del Jurado-, considere que no existe una auténtica prueba de cargo, convirtiéndose así en el máximo garante del derecho a la presunción de inocencia.

En la Exposición de Motivos de la LOTJ esta potestad del Magistrado se justifica por la necesidad de evitar la "emisión de veredictos sorprendentes", añadiendo que "una vez más la Ley deposita un alto grado de confianza en la magistratura como garantía del buen funcionamiento de la Institución" (lo que nos da una idea de la escasa confianza que ha merecido la Institución del Jurado para nuestro Legislador).

Además de resolver sobre las pruebas propuestas, de acuerdo con los artículos 36 y 37 LOTJ, corresponde al Magistrado-Presidente determinar que hechos concretos deben ser enjuiciados por el Tribunal del Jurado, pudiendo incluir o excluir hechos distintos de los establecidos previamente por el Juez de Instrucción y sin quedar vinculado por las peticiones de parte.

Le corresponde igualmente, con la intervención de las partes, redactar el objeto del veredicto e instruir debidamente a los jurados conforme a lo ordenado por el artículo 54 LOTJ, exponiéndoles detenidamente y en forma que puedan entenderlo "la naturaleza de los hechos sobre los que haya versado la discusión, determinando las circunstancias constitutivas del delito imputado a los acusados y las que se refieran a supuestos de exención o modificación de la responsabilidad".

La propia LOTJ es consciente del riesgo que supone para la independencia del jurado la recepción de instrucciones por parte del Magistrado-Presidente cuando previene que éste, al instruir al Jurado "cuidará de no hacer alusión alguna a su opinión sobre el resultado probatorio" y el artículo 846 bis c) de la Ley de Enjuiciamiento Criminal incluye como motivo de apelación la "parcialidad en las instrucciones dadas al Jurado", motivo de impugnación que el Tribunal Supremo extiende a cualquier actuación del Magistrado durante el proceso al entender que "de la propia naturaleza y función de la institución, cabe extraer un principio general de imparcialidad".

El Magistrado-Presidente cuenta además con diversos instrumentos para evitar veredictos que conduzcan a conclusiones ilógicas o jurídicamente inaceptables. Así, los artículos 63 a 65 LOTJ  permiten al Juez técnico devolver al Jurado el veredicto alcanzado para la corrección de los defectos en los que hubiera podido incurrir hasta el punto de que, si tras una tercera devolución no se hubieran subsanado aquellos, ostenta la facultad de disolver el Jurado y celebrar un nuevo juicio con un tribunal distinto.

Finalmente, se atribuye al Magistrado-Presidente el deber de redactar la sentencia en la que, con absoluto respeto al veredicto del Jurado, habrá de calificar jurídicamente el hecho delictivo, incardinándolo dentro de la norma legal que sea procedente, individualizando la pena a imponer dentro del marco legal y declarando la responsabilidad civil, para lo que es competente en exclusiva.

Dicha previsión normativa ha sido completada por la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo a los efectos de determinar hasta donde llega la función de motivación que el articulo 70.2 LOTJ atribuye al Magistrado-Presidente, permitiendo que el Juez profesional complete o amplíe el razonamiento del Jurado a fin de cumplir con las exigencias del artículo 120.3 CE, pues lógicamente no se puede exigir al jurado (carente de conocimientos jurídicos) el mismo grado de concreción y rigor en la valoración de la prueba que se exigiría de un tribunal profesional.

La actuación del Magistrado-Presidente tiene por lo tanto una influencia directa y decisiva en el proceso puesto que delimita los hechos objeto de enjuiciamiento, es el encargado de admitir la prueba y de dirigir su práctica, confecciona el objeto del veredicto, instruye sobre el mismo a los jurados y finalmente se encarga redactar y fundamentar la sentencia.

Ello, y su interrelación constante con el colegio de jurados, lego en derecho y carente de cualquier experiencia jurídica, hace que la figura del Magistrado-Presidente, verdadero director del procedimiento, adquiera un papel trascendental a la hora de encauzar la función del jurado.

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