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16/04/2024. 06:05:51

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Sí a Bolonia (con perdón)

Profesor titular de Derecho Administrativo de la UAB

El reciente e interesante artículo de Nicolás Zambrana Tévar en estas páginas en torno a la reforma de los estudios de Derecho en los Estados Unidos me ha animado a apuntar estas notas en torno al proceso de Bolonia. Curiosamente, como señala Zambrana Tévar, los sistemas de enseñanza del Derecho en Estados Unidos y en Europa muestran ciertas líneas de convergencia. En ese proceso, es imprescindible la voz de los profesionales del Derecho. Su ausencia podría convertir los cursos que se avecinan en una pérdida de tiempo para el estudiante o en un simple refuerzo de su "cultura general". 

Joan Amenós Álamo

Las últimas algaradas en torno al denominado "proceso de Bolonia" no han centrado el debate público en los ejes de la cuestión. De entrada, apuntaremos que el fantasma de "Bolonia" no es tan potente como se podría pensar. En el fondo, es uno más de los innumerables estatutos y planes que, en los últimos lustros, se han sucedido de forma acelerada. Su principal objetivo es el establecimiento de un vocabulario común en la selva de titulaciones para moverse con el mismo billete en el mapa europeo. O sea, un "inter raíl" para empezar Historia del Arte en la luminosa Granada y culminarla en las brumas danesas. Un aguijón muy necesario para el estudiante español, a veces aislacionista y autárquico. 

Ya sé que hay más cosas. Por ejemplo, la distinción entre el "grado" (la vieja carrera) y el despampanante "master" (o postgrado). Pero Bolonia no entra en su financiación y es razonable que algunos teman que el presupuesto estatal no pueda apechugar con todo (habría que ir difundiendo, por cierto, cuánto cuesta al erario público cada estudiante). 

Ahora bien, si el griterío parecía muy preocupado por delimitar el próximo pagano del sistema, al común de los profesores les inquieta el "cambio de métodos" que, según dicen, se deduce naturalmente de Bolonia. En efecto, con la invocación del sésamo de esta ciudad italiana, han aparecido en tropel varias novedades más o menos self-centered en el estudiante: desarrollo y valoración de sus capacidades y habilidades, aprendizaje cooperativo entre los alumnos, uso a raudales de las "nuevas tecnologías", menos clases magistrales, etc. Por los pasillos reales y virtuales ya se habla con total normalidad de la "innovación docente"

Algunos de estos métodos forman parte de los periódicos sarampiones que aquejan a maestros y pedagogos. El temporal ha venido bien, porque el anquilosamiento de las clases universitarias era, en muchos casos, monstruoso. Esperemos, no obstante, que -una vez curada la fiebre- recuperemos la sensatez y la claridad de algunos viejos y acreditados procedimientos. Como magníficamente ha escrito Gregorio Luri en su reciente L'escola contra el món (La escuela contra el mundo, 2008) también ha de reclamarse del estudiante que se adapte a la academia y a las exigencias inscritas en el corpus que transmite. 

En definitiva, para unos lo importante es la financiación (que se quiere pública); para otros lo relevante es el cómo (de ahí la disputa sobre la manera de enseñar); pero queda pendiente la discusión sobre el quién. Curiosamente, crecen los presupuestos universitarios, el número de alumnos o las computadoras, pero adelgaza el ejército de profesores. No me refiero al envilecimiento de sus contratos o a la precariedad de los becarios sino a la progresiva desaparición del docente. Esta muerte silenciosa no tiene nada que ver con Bolonia y se trata de una historia que, probablemente, nació en la ya casi olvidada Ley de Reforma Universitaria de 1984. En estos últimos veinticinco años se han puesto las bases para el "profesor multiusos". Los últimos cambios legislativos apuntan incluso a la posibilidad de que cada universidad diseñe para sus profesores diversas posibilidades de trayectoria profesional. 

La ley y las costumbres han consagrado cuatro perfiles: investigador, promotor de transferencias de conocimiento de la universidad a la sociedad, gestor y docente. La primera -la investigación- es la base del prestigio y promoción profesional. Suele ocurrir que los mejores investigadores intenten huir del estorbo que supone la docencia mediante su atrincheramiento en centros especializados (CSIC, institutos ad hoc, etc…) o mediante contratos específicos (por ejemplo, los llamados "Ramón y Cajal" en la jerga universitaria). La "transferencia de conocimientos" (perdone el lector el nombre) se refiere a los convenios que los departamentos efectúan con instituciones y empresas. Proporcionan al docente la experiencia real y, en su caso, el adecuado complemento de sus magras retribuciones. En tercer lugar, ya ha tomado carta de naturaleza la "gestión", que permite al profesor asumir una parte no desdeñable de la dirección de los centros (aunque autorizadas voces señalan lo impropio de esta asignación). Por último, la tarea docente. Sin necesidad de mayores precisiones, el lector intuirá que esta dedicación suele ser un trámite que se cubre con unas pocas horas. Con la excepción, por supuesto, de la inmensa minoría de profesores comprometidos en su quehacer. 

En definitiva, en estos últimos años la docencia se ha ido convirtiendo en una commodity que se podía asumir con mayor o menor seriedad (a diferencia, por ejemplo, de la investigación, cuyos parámetros son cada vez más exigentes). O sea, una mercancía barata que puede ser dispensada por cualquier categoría de profesor y con mínimos requerimientos. 

La ventaja del proceso de Bolonia radica en que, al menos, la "cuestión docente" se ha puesto sobre el tapete. Es verdad que todavía no se ven soluciones claras, que hay mucho ruido y pocas nueces. Lo normal sería aprovechar la situación para profundizar en la evaluación objetiva de cada universidad y, por supuesto, de cada profesor. Pero aquí, han de levantarse ampollas cuyo estudio bien merece un segundo artículo. 

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