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25/04/2024. 04:28:12

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El impacto del COVID-19 en la tercera edad: implementación de alternativas a los geriátricos

Notaria de A Estrada (Pontevedra)
Doctora en Derecho

La pandemia del coronavirus COVID-19 arroja, en esta primera fase de confinamiento, decenas de miles de fallecidos computados, de los cuales, más de la mitad forman parte de un colectivo determinado y recognoscible: la tercera edad. La mayoría de las personas aspiramos a ser atendidas y cuidadas hasta nuestro desenlace en el entorno familiar, pero esta legítima expectativa no siempre puede realizarse. La evolución de la estructura social evidencia que el sistema de cuidados residenciado, como principal eje vertebrador, en la solidaridad familiar, ha entrado en franca decadencia, y, ante la falta del convencional cuidado en el ambiente doméstico, se recurre a otros mecanismos de asistencia, de forma prioritaria y casi exclusiva, a los geriátricos.

Trabajadores sanitarios limpian el hogar de ancianos donde una mujer murió y varios residentes y cuidadores han sido diagnosticados con el coronavirus en Grado, Asturias, España 20 de marzo de 2020.

La trágica crisis sanitaria provocada por el COVID-19 no puede sino calificarse de devastadora para los mayores y discapacitados, que viven en geriátricos o residencias especiales. La mayor parte de estos centros de convivencia cuentan con recursos materiales – equipamiento, infraestructura, sedes – y humanos – personal bien dispuesto y cualificado- de primer nivel, pero, por desgracia, ni unos ni otros han podido frenar el fuerte impacto del virus y aquellos centros han debutado como uno de los focos de contagio más elevados de nuestro mapa geográfico, muy probablemente por razón de la proximidad física de sus residentes[1] . En una coyuntura inédita, excepcional y sin precedentes en la sociedad postmoderna, y ante la contingencia de futuros brotes o mutaciones de este virus e inclusive en previsión de otra epidemia de análogas consecuencias, resulta obligado cuestionarnos si el cuidado de los mayores, dependientes y otras personas con necesidades especiales que no permanecen en el hogar familiar, debe focalizarse prioritariamente en los centros residenciales colectivos, públicos o privados, o pueden ofrecerse a la sociedad alternativas que garanticen la asistencia personal, física y hasta emocional de este numeroso, a la par que creciente, sector de la población que depende de la colaboración de terceros para sobrevivir con dignidad. Y esta acuciante necesidad se presenta, si cabe, con mayor urgencia en la larga fase de “desescalada” o progresivo desconfinamiento, que estamos a punto de afrontar, por cuanto el cuidado individualizado minorará, resulta obvio, el riesgo de contagio y, con ello, el mismo peligro de muerte de nuestros mayores.  La inminente regulación de una digna alternativa a los geriátricos, a las puertas de cumplir el primer cuartil del siglo XXI, constituye una emergencia sanitaria de primer nivel.

La voluntad de individuo y la satisfacción de sus necesidades vitales ha de primar sobre consideraciones sociales tan arraigadas como la de dejar en herencia la vivienda familiar, máxime cuando los futuros beneficiarios hacen dejación de sus obligaciones y abandonan a sus familiares al albur de sus circunstancias, y hablamos de tradiciones que no de derechos, en tanto que toda persona, tenga o no legitimarios, puede disponer inter vivos de sus bienes a título oneroso. Se impone, por tanto, la oportunidad de activar el propio patrimonio para garantizar la asistencia personal de las necesidades presentes y emergentes, en un ambiente cuasi familiar, con el/los cuidadores de la particular selección, y con la tranquilidad de saberse atendidos en régimen de exclusividad. Al término de la pandemia, se vislumbra una crisis económica, social y, desde luego, familiar, sin precedentes, en un ámbito, el residencial, donde el Estado no puede ya responder, con eficacia y lealtad, al mandato constitucional de garantizar la superior protección y defensa de los sectores más vulnerables de la población. Así, tras la hibernación de la asistencia personal, sea familiar, sea de terceros, provocada por el confinamiento físico, aquellos particulares que dispongan de recursos financieros/económicos inmovilizados pero susceptibles de invertirse en su asistencia personal, y precisen un cuidado inminente, podrán autofinanciarse – y ha de destacarse que no les resultará más gravoso, sino incluso menos, que muchas residencias privadas- empleando la fórmula jurídico-privada que mejor satisfaga sus necesidades para lograr un trato humano integral y los cuidados cercanos que reclaman un buen número de derechos fundamentales, entre otros, su honor, dignidad, libertad y libre desarrollo de la personalidad.

En un previsible contexto socioeconómico con altas tasas de inestabilidad profesional, precariedad laboral y correlativa dificultad de sostener un nivel de vida digno y adecuado, así como un parque de viviendas de segunda mano con un valor de mercado inalcanzable para una buena parte de la población, el contrato de alimentos versus vitalicio se presenta como una solución óptima para todos los sujetos implicados en este nuevo marco de cooperación intergeneracional. Desde la perspectiva de quien recibe la asistencia, el alimentista, la reiteración de hábitos periódicos es altamente beneficiosa para su salud física y psíquica, se encuentra protegido en su domicilio habitual, en un hábitat íntimo que percibe como seguro, favoreciendo con ello tanto su estabilidad emocional como un desarrollo activo de sus facultades y actividades cotidianas; pero también implica indudables ventajas para el/los obligado/os a prestar la asistencia, los alimentantes, que en definitiva accederán, en la mayoría de los casos, a una propiedad a cambio de prestar vivienda, manutención, atención, cuidado y asistencia de todo tipo al alimentista.

Es habitual que este contrato se convenga entre personas unidas por vínculos previos de parentesco, vecindad o amistad, y ello porque lo que caracteriza e individualizada esta relación alimenticia convencional es precisamente el cuidado íntimo y la asistencia personal, de igual rango que la puramente material. Ello no obstante, deben establecerse garantías que fortalezcan y aseguren la indemnidad personal y asistencial del alimentista, atendida la eventualidad de que padezca alguna afección degenerativa que implique una pérdida progresiva de la capacidad, así como mecanismos de control del desarrollo ulterior del contrato, sea a través de instancias gubernativas, o de particulares específicamente designados a tal fin por el alimentista, y en este sentido a) Escritura de auto-delación de la tutela y b) El otorgamiento de un apoderamiento preventivo. A la crisis económica, social y laboral no debe seguir otra humanitaria: la implementación de la figura asistencial enunciada constituye, a día de hoy, una emergencia sanitaria. No es aventurado vaticinar el “peligro de muerte” que corren nuestros mayores, si no se implementan alternativas al cuidado colectivo, en un futuro inmediato.

 

[1] Con todo queremos dejar testimonio expreso de nuestro agradecimiento a todos los cuidadores, sanitarios y personal al cargo que demuestran su entrega personal hasta la extenuación, poniendo en serio riesgo su vida, muy a pesar de la insuficiencia de los medios de protección proporcionados.

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