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19/04/2024. 09:22:31

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Ruedas y centros penitenciarios: ¿son los tbc la solución?

Jurista de Instituciones Penitenciarias

Las ruedas de reconocimiento se regulan en los Arts.368 a 384 de la LECr., dentro del Capítulo III del Título V del Libro II de la norma, sobre la Identidad del delincuente y de sus circunstancias personales. A su vez, jurisprudencia y práctica forense han tratado de precisar aspectos cuestionados que se suscitan en relación a las mismas.

Una lupa aumentando a un muñequito rojo

Así, en cuanto a la primera y para la responsabilidad patrimonial que pudiera devenir de una identificación y acusación erróneas, destaca el Recurso 173/2009, Sala Contencioso Administrativa Secc.3 AN, que ha venido a determinar que para su reconocimiento hace falta probar la no participación en el hecho delictivo, no bastando que en el procedimiento, a pesar del reconocimiento en rueda favorable y por su contradicción con otras pruebas, no se haya podido probar la participación.

Igualmente, en cuanto a su relación con el reconocimiento fotográfico en sede policial, la práctica procesal es unánime al atribuir a éste último un estatus inferior al de prueba, debiendo ser ratificado dicho reconocimiento en sede judicial mediante la correspondiente rueda. Ello a pesar de tener peso suficiente para desvirtuar o matizar el resultado que se obtenga de la misma.

Sin embargo, sigue pendiente el principal problema de la realización de este tipo de pruebas. Esto es, la selección de las personas que acuden a las mismas como "relleno" y que suponen parte integrante esencial de la misma.

Centrándonos en esta última cuestión, el problema es superfluo en aquellas ocasiones en que las personas que acuden como acompañantes a una rueda son justamente eso, acompañantes voluntarios del principal inculpado y citados por el Juzgado a propuesta de éste. Amigos y hermanos similares en fisonomía a la del presuntamente culpable y que cumplen a la perfección con lo que la rueda pretende: la identificación fehaciente del inculpado aún apareciendo éste en un contexto favorable a la confusión de la víctima o el testigo. Pero como decimos, esto no es lo problemático. El problema que planteamos radica en los restantes casos. Aquellos supuestos en que el inculpado no propone acompañantes o las personas que el inculpado propone no son suficientes para celebrar la rueda con garantías necesarias. La práctica habitual que se ha instaurado como normal, por todos aceptada y que aquí ponemos en tela de juicio, es la de acudir a centros penitenciarios para, a propuesta de estos, citar a los internos señalados para su participación en práctica de rueda.

Dos son las maneras concretas en las que lo anterior se manifiesta. En los casos de provincias grandes que cuentan con varios centros penitenciarios de referencia, se suele acudir al centro en donde se encuentra interno el imputado para solicitar que el centro proponga a otros cuatro internos de similares características, que serán citados y desplazados a sede judicial. Lo mismo sucede en caso de que el inculpado no esté interno, escogiéndose para la realización de la rueda y la selección de los restantes participantes, al centro penitenciario que normalmente sirva de referencia al Juzgado. A la contra y para las provincias pequeñas con tan solo un centro penitenciario cuasi urbano o con distancias a recorrer cortas, la práctica habitual es la de realizar las ruedas en la propia prisión, entrando en el centro tanto la comitiva judicial como la víctima y testigos adicionales que vayan a participar en la rueda. Tanto una como otra forma de proceder suscitan dudas relevantes.

Respecto de la primera versión, surgen problemas desde el punto de vista de la gestión, que contribuye al colapso del día a día penitenciario, pues las salidas que las ruedas de reconocimiento generan se suman a las del propio sistema como salidas a juicio, hospitales y otras previstas, presionando sobre los recursos con los que se cuenta, considerando especialmente la necesaria participación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y la sobrecarga de trabajo a la que normalmente se ven sometidas sus patrullas. Pero no sólo lo anterior, con este modo de proceder, desde el punto de vista de la seguridad, la institución penitenciaria asume determinados riesgos no siempre justificables con el fin que se pretende, excarcelando del centro a internos con rasgos de peligrosidad no siempre detectados. En el otro lado de la balanza y teniendo en cuenta la finalidad tratamental a la que el cumplimiento de la pena está abocada (Art.25.2 CE), se impide que los internos seleccionados por el centro participen en las actividades tratamentales que tuvieran pautadas, para volver, por indicación judicial y a propuesta penitenciaria, al bucle estigmatizador y la contaminación delictiva que la dinámica penal en sí supone. Por otro lado, en cuanto a la segunda versión, y a pesar de que elimina el inconveniente que la salida del centro supone, tampoco nos satisface. La entrada de víctimas y testigos en un centro penitenciario no parece la mejor opción desde el punto de vista de evitar la victimización secundaria.

Pero más allá de lo anterior, y las diferentes objeciones que por separado hemos planteado, lo cierto es que tanto en uno como en otro caso se produce una utilización de la pena privativa de libertad más allá de lo previsto por la norma y en contra del espíritu que la inspira. En este sentido, la ejecución de la pena no puede imponer obligaciones que vayan más allá de las que por sí misma impone, teniendo además en nuestro caso, un fin constitucional de marcado tinte resocializador. Sin embargo, como vemos, sin que medie norma que lo habilite, a los internos en centros penitenciarios se les impone un gravamen superior al de la media de los ciudadanos. Proceder de este modo es tan sólo proceder de la manera más práctica para una Administración de Justicia que cuenta con el beneplácito cuasi-obligado de la Administración Penitenciaria y el más fácil sometimiento de quien ya está sometido, todo ello bajo la amenaza de tacha de no colaboración con la Justicia. Además que, como hemos expuesto antes, con ello se incide en la estigmatización delictiva y se aumenta el riesgo de verse implicado en nuevos delitos.

No obstante, esta delegación funcional de la Administración de Justicia al ámbito penitenciario, no sólo sucede para la gestión de la realización de la rueda en sí, sino también en relación a otros deberes adyacentes, respecto de los que no se da indicación alguna al centro penitenciario en cuanto a sus poderes de actuación. Así, especialmente, en relación al del Art.371 LECr. sobre la obligación de que el inculpado conserve su apariencia física, la misma se deriva al Director del centro penitenciario, pero nada se dice en cuanto a las herramientas, en definitiva, poderes jurídicos, con los que el mismo cuenta para ello.

Como vemos, la que abordamos es una confusión de ámbitos para nada gratuita, que encuentra en su haber múltiples consecuencias y que ha hecho que algunos Jueces de Vigilancia Penitenciaria se planteen lo adecuado de la situación que se da de facto. De ahí que, en los últimos tiempos, en determinadas demarcaciones, se haya llegado a acuerdos para que sean los penados a trabajos en beneficio de la comunidad los que asistan a las ruedas. A nuestro juicio, se trata de una nueva confusión, que de nuevo ataca las bases del sistema. Si lo que intentan las medidas alternativas a la prisión es el logro de la menor contaminación penal posible del condenado, de qué sirven éstas, si se prevé su cumplimiento en uno de los núcleos donde se inicia la contaminación delictiva.

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