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19/03/2024. 07:25:34

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Datos contra una obsesión

Jurista de Instituciones Penitenciarias

Psicólogo II.PP

Es muy sencillo. Todo programa puesto en marcha necesita de una evaluación si no constante al menos periódica. No sólo de su correcto proceder, sino del grado de equivalencia alcanzado entre los resultados propuestos y los verdaderamente alcanzados. Disponemos, como necesario, de un código penal que castiga aquellas conductas socialmente desaprobadas. Ampliable, modificable, al depender de nuevas olas de pensamiento, de nuevas formas de cultura y percepción social que, de manera lógica, ha de modificar e incluso eliminar como conductas punibles aquellas que, si bien fueron consideradas por la mayoría social disruptivas en un momento determinado, dejaron de sentirse así en un momento posterior. Y de igual manera penar aquellas conductas que si bien eran admitidas o minusvaloradas en épocas anteriores han pasado a ser indeseables en nuestro ideario colectivo.

Unas manos cogiendo los barrotes de una celda

Eso es lo que ha venido ocurriendo en este país desde el advenimiento de la democracia. Algunas conductas han sido eliminadas del código penal y otras han sido introducidas como punibles. Ahora bien, lo que no ha variado es la tendencia continua y persistente al endurecimiento de las penas. Sorprendentemente, un país con una baja tasa de delitos -mueren 0,7 personas por cada 100.000 habitantes, lejos de la media mundial situada en 5.3- ostentamos una de las más altas tasas de encarcelamiento -130,7 internos por cada 100.000 habitantes, por encima de la media europea habitual-. Tal vez, una de las causas sea ese endurecimiento de las penas que provoca una mayor estancia temporal en los centros penitenciarios de los condenados. A su vez, nos consta que la tasa de reincidencia en este nuestro país tampoco es excesivamente elevada comparativamente con los países de nuestro entorno. Los estudios la sitúan en torno al 30%, descendiendo, he aquí una clave importante, a cotas del 18% y 11% si previamente a la excarcelación definitiva, se ha accedido al tercer grado o libertad condicional.

Con estos datos, verdaderamente hay que concluir de manera objetiva que el programa está fallando. Únicamente si adoptamos una visión cortoplacista, como la que usan las diversas formaciones políticas para la obtención de sus objetivos, que no es otro que el poder, podemos entender esta dinámica. Las formaciones políticas, sin excepción, han descubierto hace ya mucho tiempo que a los ciudadanos nos moviliza muchísimo más lo emocional que lo pragmático y racional. Nos moviliza mucho más escuchar que tal o cual partido va a endurecer las penas para delitos graves, socialmente repudiables, que incluso la promesa de creación de cientos de miles de puestos de trabajo. Y ello por dos razones, la primera sería que en lo emocional todos aquellos ciudadanos supuestamente equilibrados (la inmensa mayoría) formamos piña en rededor de la condena a ciertos delitos especialmente considerados como graves. La segunda, y no menos importante, aunque sí mucho menos visible, es que todos estos ciudadanos supuestamente equilibrados, de una manera poco racional, nos situamos al margen de la posible comisión de alguno de ellos. Es decir, nos consideramos potenciales víctimas pero ni por asomo potenciales autores. Tan es así que consideramos enfermo, sujeto de trastorno o simplemente sometido al vicio a aquellos que cometen un gran número de delitos, sin pararnos a pensar que hasta ayer mismo, muchos de esos autores eran nuestros propios vecinos en quien confiábamos como personas de bien y equilibrados como nosotros mismos.

Esta tendencia, tan arraigada en nuestra naturaleza, "yo no, imposible", junto con la desaprobación moral que estas conductas producen en la mayoría, nos hace especialmente vulnerables a estos mensajes. Máxime cuando sabemos que la creación de cientos de miles de puestos de trabajo no deja de ser una promesa difícil de cumplir y sin embargo el mensaje programático del endurecimiento de tal o cual delito va a ser llevado a cabo sin género de duda. Al fin y al cabo los afectados van a ser pocos y siempre otros porque "yo no, imposible".

Pero es bueno conocer y entender que la dureza de las penas impuestas por la comisión de delitos no deja de crecer sin que los delitos en cuestión disminuyan un ápice; que la seguridad al cien por cien no es posible; que resulta más rentable socialmente la recuperación personal que el castigo; que las leyendas urbanas de que por una puerta entran y por otra salen son eso, leyendas urbanas. En definitiva, que el sistema no funciona. Así no. Lectores habrá que considerarán este escrito fruto de una ilusión, un sueño con tendencia buenista. Con los resultados en la mano los ilusos son aquellos que consideran efectivo el endurecimiento de las penas como medio para evitar la comisión de nuevos delitos o de quienes creen que a mayor castigo mayor prevención.

Con estos datos el viraje se presenta como necesario desde el punto de vista racional. La pelea personal por entender esto sin que nuestro parte emocional se oponga es difícil pero no por ello menos necesaria. Como sociedad debemos tender a lo racional aunque como individuos nos resulte dificultoso prescindir de lo emocional. Los resultados son los que son y persistir en el error únicamente nos permite sentarnos con una conciencia individual de optar por lo correcto únicamente por que moralmente aquello que nos resulta repugnante lo es por el simple hecho de convertirlo en colectivo aunque los resultados sean desastrosos. Lanzarnos al abismo porque una mayoría decida que eso es lo mejor no parece muy razonable, pero de múltiples ejemplos similares está la historia llena, sólo hay que tocar la fibra, y eso es muy fácil. Por cierto a ninguna formación política se le ocurre lanzar la idea de la desaparición de los impuestos. El día que alguien lo proponga gana seguro, eso sí, no tendrá nada que gestionar ni poder que ejercer.

 

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