La democracia es un juego peligroso, particularmente si se somete a sus dictados el futuro no sólo de un país sino de toda una región. De tres millones de votantes irlandeses depende el éxito o el fracaso del Tratado de Lisboa. Renombrado como "tratado" lo que antes denominaban "Constitución", este nuevo acuerdo fue ideado para obviar el escrutinio plebiscitario de países como Francia y Holanda, causantes del "No" al proyecto de carta magna europea en 2005. Normalmente, en la órbita de los Estados comunitarios, este tipo de instrumentos internacionales sólo requieren de aprobación parlamentaria para cobrar vigencia, salvo en Irlanda. Allí, el pueblo tiene que ser consultado. Grave riesgo. Los pronósticos sobre el referéndum irlandés no son demasiado optimistas.
Un Estado en el que los beneficios del ingreso al club comunitario son palpables, donde los índices macroeconómicos se han disparado durante los últimos años, en el cual los inversores extranjeros no dejan de aterrizar con millones de euros, es hoy, paradójicamente, el weakest link del nuevo pacto regional. Diversas son las razones y los motivos de los partidarios del "no", todos fomentan el miedo. Los movimientos de izquierda dicen "no" por el carácter mercantilista y neoliberal del nuevo acuerdo. Otros, en cambio, señalan la falta de peso poblacional y económico de Irlanda frente a Europa y no quieren ser los accionistas minoritarios, unos shareholders sin peso político en la toma decisiones. El Sinn Fein apoya esta postura. Por su parte, la Iglesia Católica local, muy influyente entre los votantes, mantiene una posición ambivalente al Tratado de Lisboa, pero ha manifestado preocupación por temas como el aborto o el divorcio al amparo del nuevo esquema normativo.
En definitiva, hoy será el tigre celta quien decida el futuro del bloque comunitario. El miedo es un gran disuasivo electoral, y eso lo saben bien quienes se oponen al proyecto de Lisboa. Las encuestas hablan de un empate técnico. Sí o no, he ahí la cuestión. Así es el juego de las masas.
