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29/03/2024. 14:13:55

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¿Nos ponen a prueba?

Pilar Cernuda, periodista
Pilar Cernuda

Con 13 años tuve mi primer pasaporte. Me quejé porque tuve que esperar a que mi padre pudiera acompañarme para dar su autorización. No tenía motivo para sentirme molesta: mi madre compartía pasaporte con mi padre, con dos fotos, se daba por hecho que no viajaría sin él. Afortunadamente no pasó mucho tiempo y mi padre hizo las gestiones necesarias para que también ella tuviera pasaporte propio. Mi madre estudió Medicina en Santiago, era la única mujer de la universidad. Contaba que, el profesor de anatomía, cuando tuvo que explicar el aparato reproductor masculino, le pidió que saliera de clase. Mucho más reciente que aquellas peripecias de mi infancia ocurrió cuando ya estaba  en la universidad: una compañera de 21 años acabó en la cárcel de Carabanchel porque su padre la denunció al irse a vivir con su novio. La mayoría de edad de las mujeres estaba fijada en los 25, y hasta esa edad no podían abandonar el domicilio familiar sin autorización excepto para contraer matrimonio. Creo que también podían hacerlo para ingresar en un convento.

La generación de mujeres que nacieron a finales de los 40 o principios de los 50 se dejaron la piel para conseguir igualdad de derechos con los hombres. La lucha venía de muy atrás, es conocida la historia de las sufragistas, del derecho al voto o el acceso al trabajo. Llegó al fin  la apertura de la mujer a los mismos centros de estudios que los hombres,  a la universidad, a facultades que nunca habían pisado pies femeninos. Nuestra generación no tuvo  impedimentos para conseguir títulos universitarios, pero  sí a determinadas oposiciones. Recuerdo perfectamente los artículos sobre la primera española que consiguió ser fiscal, todo un paso porque suponía un reconocimiento al  criterio de las mujeres a impartir justicia. Luego llegó el acceso al ejército, aunque fue después del acceso a formar parte de los servicios de inteligencia –toda una paradoja-,  ya en tiempos de la Transición.

Se aprobaron las primeras leyes que equiparaban los derechos de los hombres con los de las mujeres, y gradualmente se fueron ampliando con nuevas normas y leyes que recogían  aspectos tan relevantes como la obligación de pagar igual salario por igual trabajo. Sin embargo hubo una lucha prioritaria para las mujeres y un buen número de hombres de nuestra generación, que no se tradujo en una ley, sino en una exigencia social: que se asumiera que las mujeres estaban tan capacitadas o más que los hombres para asumir sus mismas responsabilidades. Hoy, exigir esa igualdad que no necesita ser incluida en ningún código, ningún texto, ninguna Constitución, se da por hecho, porque pensar lo contrario sería asumir que las mujeres son seres inferiores a los hombres. Sin embargo costó mucho  conseguir que fuera aceptada en toda la sociedad sin ningún tipo de reticencias, con movimientos y campañas que tuvieron  mejores o peores resultados. Hoy, la iniciativa de Thomson Reuters para potenciar la igualdad de género con “Mujeres por Derecho”, se convierte en un elemento importante para recordar  el trabajo que se tuvo que hacer para  llegar a la situación actual, con las puertas legales abiertas para que cualquier  mujer pueda cumplir los objetivos que se marque.

Hay que insistir en ese tipo de campañas, porque se tiende a generalizar pensando que el círculo en el que nos movemos representa el sentir de todos los ciudadanos. Sin embargo esa premisa no siempre se corresponde con la realidad, por eso fue tan  necesario hacer un esfuerzo inconmensurable para demostrar un día y otro, y un tercero también,  que las mujeres éramos capaces de llegar a donde nos lo propusiéramos. Solo necesitábamos  que nos dejaran demostrarlo. Y lo demostramos. Peleando más que ellos,  estudiando más que ellos, echando más horas que ellos para dejar clara nuestra capacidad de conciliar  vida familiar con vida laboral. Ese fue, y sigue siendo, otro punto relevante por el que luchar:  concienciar a hombres y mujeres –sí, también mujeres- que la conciliación es cosa de hombres y mujeres. Nada más irritante, y aún se dan muchos casos, que los hombres que presumen de que se ocupan de que todo funcione bien a casa  digan “ayudo mucho a mi mujer”.

Porque hemos luchado  tanto, muchas mujeres de mi generación nos cuestionamos  las  cuotas. Sin duda fueron  efectivas en un primer momento, para obligar a que se nos diera espacio, se nos diera visibilidad, y demostrar así nuestras capacidades. Pero hoy, con las leyes de igualdad y la asunción de que la mujer está tan preparada  como el hombre para realizar cualquier trabajo,  a muchas mujeres nos parecen innecesarias, aunque hay que reconocer que en algunos sectores todavía es obligado aplicarlas ante la cerrazón con la que se rechaza la igualdad.  Por otra parte, duele que  después del esfuerzo realizado para que se nos valore por nosotras mismas,  determinadas personas promuevan  a cargos de responsabilidad a esposas, hermanas, amigas o amantes… y que encima ellas presuman de su meteórica carrera.

La igualdad de derechos ya la recogen las leyes.  Afortunadamente. Costó pero ahí está. No la echemos a perder aplicando la igualdad a conveniencia política. Y, ya que costó tanto conseguirla, esforcémonos ahora para que los más recalcitrantes a reconocerla y asumirla –porque hay recalcitrantes, más de los que desearíamos, más de los que pensamos-, acepten que sí, que valemos, que sabemos resolver los problemas, realizar cualquier trabajo, ser buenas madres, jefas, subordinadas, esposas  y compañeras al mismo tiempo.

Si no lo creen, pongan a prueba a la primera mujer que les pida una oportunidad. A ver qué ocurre.

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