nº 1.006 - 25 de abril de 2024
División de poderes y usurpación del Estado de Derecho
(Cuando todo vale para «legislar»)
J&F
A riesgo de ser demasiado persistente (pesado) pero atendiendo a un importante número de sugerencias, decido volver sobre la cuestión de legislar mediante la figura del Decreto-ley (Real Decreto-ley en el Estado, Decreto-ley en las Comunidades Autónomas).
Existe un acuerdo unánime sobre que cuando es otro el que lo hace está mal. Pero para quien hace uso de este extraordinario instrumento para legislar siempre existe la necesaria justificación para ello.
Durante el mes de marzo del presente 2024 los poderes legislativos que habitan en este país han dictado tres leyes (la de Presupuestos Generales de la Comunidad Foral de Navarra, la de Medidas Administrativas y de Creación de la Agencia de Transformación Digital de Castilla-La Mancha y la modificación de la Ley del Juego de Castilla y León) y seis Decretos-ley (dos en Canarias en relación a la erupción volcánica de Cumbre Vieja, otros dos en la Comunidad Valenciana en materia de categorías profesionales y condiciones retributivas del personal investigador del sector público, la una, y sobre medidas extraordinarias para la reducción de la temporalidad, la otra, una en Baleares sobre determinados aspectos de la actividad sanitaria urgente y emergente, y otra en Cataluña de concesión de un suplemento de crédito a los presupuestos de la Generalitat de Catalunya para el 2023 prorrogados para el 2024 y de medidas financieras y de gestión para combatir los efectos de la sequía y la emergencia climática).
No hace falta rascar mucho para comprobar lo que se sospecha: que el requisito de la extraordinaria y urgente necesidad, ese presupuesto establecido en el artículo 86.1 de la Constitución para que el Gobierno (los Gobiernos) puedan dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la forma de Decretos-leyes, no está del todo claro. Cogido con alfileres todo lo más.
Vayamos por partes.
Lo primero que se ha de analizar (que resulta necesario considerar), a posteriori nosotros, como a priori debe hacer ese Gobierno metido a labores de legislador (tanto sus miembros como quienes les asesoran) es que se comprobar que se cumple, y que ello sucede de una forma clara y manifiesta, con esa premisa (constitucional, resulta preciso insistir en ello) de que en regular esa cuestión concurre una necesidad inmediata o, dicho al revés (en negativa), que de no hacerlo de forma pronta y ágil se derivaría (de forma directa) un grave perjuicio para el interés general.
En ese sentido no parece muy de recibo que se pretendan cubrir, con esa manta de la extraordinaria y urgente necesidad, situaciones que se arrastran desde tiempo de atrás y que pudieron (y debieron) ser resueltas por el legislador a quien pudo (debió) impulsar ese mismo Gobierno que ahora actúa de forma precipitada cuando bien puedo hacerlo por los cauces ordinarios, mediante la tramitación de una Ley por el trámite ordinario e, incluso, por el extraordinario.
De la misma forma que no se admite que quien pretenda que se le aplique, como eximente (o atenuante) de su responsabilidad criminal, el estar bajo los efectos del alcohol o las drogas, haya buscada esa situación de propósito, no parece que resulte admisible que quien deja pasar el tiempo sin poner en marcha los mecanismos para legislar de manera ordinaria pueda aprovechar de esa dejadez, de esa situación por él creada, para ampararse en el uso del extraordinario remedio de legislar mediante el Decreto-ley.
Lo mismo cabe señalar cuando lo que se pretende regular es una situación que se viene repitiendo en el tiempo de forma cíclica. Es el caso del Decreto-ley balear cuando hace referencia a «que, a pocas semanas de comenzar este incremento sustancial de población, que según tendencia, se alarga, prácticamente, a todo el año, se requiere con urgencia una regulación a propósito de estas situaciones». Se está justificando no tanto una situación urgente como una falta de previsión.
No parece que resolver cuestiones relativas a los presupuestos generales cuando ello exige una Ley concreta y existe previsión expresa que, caso de no aprobarse los Presupuestos, procede su prórroga, deba (ni pueda) ser resuelto por Decreto-ley, al existir una previsión ordinaria que hace innecesario acudir a un remedio previsto de forma extraordinaria. Es, en este caso, la tormenta perfecta. Convocatoria de elecciones (como prerrogativa del presidente del ejecutivo) que supone la disolución del legislativo y, es entonces (y no antes), que surgen las urgencias. Nótese en el caso del Decreto-ley catalán que (sin rubor alguno) se alega que esta figura, la del Decreto-ley «se debe utilizar de forma prudente y limitada a situaciones que realmente se consideren urgentes y convenientes»… cuando la conveniencia no parece que sea una causa de las que puedan justificar un Decreto-ley, en tanto que el Estatuto de Autonomía de Cataluña (artículo 64.1) viene a reproducir los términos del artículo 86.1 de la Constitución al señalar que En caso de una necesidad extraordinaria y urgente, el Gobierno puede dictar disposiciones legislativas provisionales bajo la forma de Decreto-ley.
No parece tampoco que después de años discutiendo sobre los desmanes en materia de interinidad del personal al servicio de las Administraciones Públicas y cuando otras Administraciones (caso del Estado) han abordado (peor que mejor) estas cuestiones, se pretenda solucionar, mediante un Decreto-ley, lo que bien pudo haberse resuelto mediante la tramitación y aprobación de una ley con las garantías parlamentarias. Si hay una Ley en el Estado hace más de un año… aunque solo sea por aquello de cuando las barbas de tu vecino veas pelar pon las tuyas a remojar.
También cabría preguntarse hasta cuándo va a servir de excusa un fenómeno natural (cuando han pasado más de dos años y medio desde la erupción). Bien recuerda esta situación a cuando alguien se marcha de una empresa, despacho o (incluso) Administración y, años después, sigue siendo el responsable de lo que funciona mal.
Tanto si se quiere ver, como si no, se trata de una intromisión del ejecutivo en las funciones del legislativo. De una usurpación que no deja de serlo ni por lo habitual en que se haya convertido la conducta ni por lo permisivo que se haya sido desde el Tribunal Constitucional.
La división de poderes no es un capricho. Es una garantía, cuando no «la garantía», de un Estado de Derecho. Y no deberíamos mirar hacia otro lado. ■