nº 1.020 - 31 de julio de 2025
La corrupción y la contratación pública
Alberto Palomar Olmeda
Profesor Titular (Acred.) de Derecho Administrativo. Magistrado de lo contencioso-administrativo (EV). Abogado
La tentación de desplazar el control a la responsabilidad penal es muy llamativa pero poco alentadora por los tiempos y por los resultados
La pérdida de intensidad del control es algo dramático para la sociedad actual
Los acontecimientos que se están viviendo en la vida pública en los últimos días tienen muchos elementos de enfoque y de análisis. Más allá del debate político, lo que resulta evidente y, en gran medida, descorazonador, es descubrir de nuevo que la contratación pública es un instrumento medial que se sitúa en el centro del huracán del problema. Se quiera o no, los hechos ilícitos toman como soporte la adjudicación de contratos públicos. Es esto lo que justifica otras conductas que encuentran su reproche en el ámbito penal.
No obstante lo anterior, lo determinante es que alguien consigue que la adjudicación de un contrato recaiga en alguien previa y privadamente determinado. La pregunta es clara ¿es tan fácil predeterminar un procedimiento concurrencial? Y decimos predeterminar porque la idea de que el adjudicatario sea el de mayor mérito es evidente que excluye la relevancia de las operaciones extra-contractuales a las que nos hemos referido.
En este punto podemos indicar que todo el bloque de reformas de la normativa de contratos que arranca de 1995 hasta 2017, ha tenido como una de las finalidades esenciales la búsqueda de la objetividad, el control de la necesidad, la fijación de criterios de adjudicación, incluso, el control de los parámetros mediante procedimientos específico de carácter reaccional.
Reformas en tres niveles
Podemos, de alguna forma, intentar sistematizar el conjunto de reformas indicando que se han movido en tres niveles. El primero, la vinculación de la contratación con la programación pública. El balance en este ámbito no es alentador porque en gran medida la programación pública tiene un reflejo financiero y presupuestario que ha desaparecido de una sociedad que no aprueba regularmente sus presupuestos.
El segundo, es el intrínseco. Nos ha llevado fijar elementos de objetividad en la formulación de los criterios de valoración estableciendo la tendencia a que sean varios y la fórmula de valoración. El esquema legal desplazó a solvencia y a capacidad muchos de los elementos que en la normativa previa permitían algún margen mayor de apreciación. El valor de los pliegos y de la documentación, la incidencia en si valoración es mediante elementos controlables u opinables, la incidencia del precio son factores, todos ellos, que tenían como objetivo reducir el margen de la libre apreciación de los órganos de contratación. De alguna forma, incluso, la publicidad y la transparencia y la conversión de los órganos de contratación en «vigilantes» de la competencia suponen elementos adicionales de reducción de los márgenes apreciativos de quienes hacen propuestas de adjudicación o de quienes las firman.
El tercer elemento es la del control. La tendencia a la generalización del recurso especial con la suspensión de la adjudicación en caso de controversia y el propio cambio de posición en relación con la apreciación del interés general a efectos de las medidas cautelares en el ámbito del contencioso-administrativo son elementos en los que fundábamos la expectativa razonable de que las adjudicaciones respondan a criterios objetivos, transparentes y de interés público.
Descubrir ahora que la indicación o la sugerencia de un cargo público es más relevante o eficaz que los medidos pasos de normalización y racionalización procedimental es, sin duda, una mala noticia que nos hace retroceder mucho en el tiempo y en la concepción del funcionamiento de la Administración.
Llegados a este punto la pregunta concreta es ¿se puede hacer algo para revertir la situación? La respuesta no es sencilla pero pasa por indicar que no puede abdicar de ninguna de las tres fases a las que nos referíamos anteriormente y, sobre todo, que es preciso profundizar en el control de la actuación. La tentación de desplazar el control a la responsabilidad penal es muy llamativa pero poco alentadora por los tiempos y por los resultados.
En este punto parece evidente reclamar que el control de eficacia intra-administrativo opere de una vez por todas y existan controles internos que cuestionen la idoneidad del contrato y de las adjudicaciones, en su caso. El control de eficacia ex post se ejerce por órganos externos de control, pero en un tiempo y en unas condiciones que tienden a mermar su eficacia como elemento de control. Finalmente, el sistema de recursos administrativos y jurisdiccionales adolece, cada día más, de un problema de intensidad real del control. La introducción y generalización de la confidencialidad de la documentación y su proyección sobre los documentos de propuesta y valoración son elementos que no ayudan a vertebrar el control. En muchos casos, la demora en la resolución de los procesos, la falta de conocimientos técnicos, la insuficiencia de la prueba y la ampliación de los tiempos de respuesta, son elementos que están coadyuvando a esta sensación de que volvemos a tener un problema.
Debido a esto parece necesario insistir en que el volumen y la importancia de la contratación pública merece establecer un marco en el que no sea fácil cometer irregularidades y en las que, cuando se cometan, es razonable pensar que van a ser descubiertas y solventadas por los controles. La pérdida de intensidad del control es algo dramático para la sociedad actual y algo que redunda en una creciente pérdida de confianza en que la «Administración sirve con objetividad a los intereses generales». ■