nº 1.020 - 31 de julio de 2025
Sobre la politización de la Justicia
¿Por qué no hay más jueces? Porque no interesa
J&F
La Justicia es un poder, una manifestación de la estructura del Estado y de su organización de forma democrática. La necesidad de dividir el «poder absoluto» se deriva de la propia necesidad de controlar al poder político, de evitar la «desviación del poder» y la corrupción.
Es un hecho que a quien ostenta el poder no le gusta (ni mucho, ni poco) estar sometido a control alguno y que tienda a considerar que la legitimación que le otorgan los ciudadanos le confiere un poder absoluto, ese mismo que, en un Estado democrático (social y democrático de Derecho) se trata de evitar.
Las instituciones políticas se encuentran sometidas a dos tipos de controles. Los internos y los externos. Los controles internos (la intervención) se ha ido sometiendo a lo largo de los años a alteraciones que han impactado en su propia esencia (es el caso de establecer para esos puestos el sistema de libre designación). Los controles externos (la Administración de Justicia) se encuentra estrangulada por la falta medios (materiales y humanos) y por los continuos intentos de injerencia de los políticos en su labor, intromisiones que comienzan con la designación (y control) de su órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial.
La falta de precisión de la Constitución sobre la forma en la que han de ser elegidos los miembros que integran ese Consejo General del Poder Judicial ha sido aprovechada por los políticos para, quebrando la separación de poderes, inmiscuirse en la Administración de Justicia.
El Tribunal Constitucional que, conviene tenerlo presente, «no» es Administración de Justicia, no ha contribuido a la defensa de la separación de poderes y de la Administración de Justicia, Tribunal Constitucional que hace ya tiempo perdió su condición de Institución independiente, algo que sucedió desde el momento que fue colonizado por los partidos políticos, de manera que sus criterios no siempre se corresponden con el interés general. En el caso de la Administración de Justicia se produjo un punto de inflexión con la distinción entre «Administración de Justicia» y «administración de la Administración de Justicia» como «denominación, acuñada por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que delimita, dentro de la Administración de Justicia, las funciones que son de carácter no jurisdiccional y conciernen, por tanto, a la gestión de los asuntos generales y del personal al servicio de la misma» (Diccionario panhispánico del español Jurídico) y forma de delimitar las competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (Sentencia del Tribunal Constitucional 56/1990, de 29 de marzo).
Ello se debe a que el artículo 149.1.5 de la Constitución no resultaba «suficientemente» claro al establecer que el Estado tiene competencia exclusiva en materia de «Administración de Justicia».
Algo que se ha mostrado como una concesión absurda al establecimiento de Administraciones de Justicia territoriales con sistemas de gestión procesal diferentes que han generado problemas de compatibilidad (interoperabilidad) que dificultan la necesaria (cuando no imprescindible) conexión entre los órganos judiciales de diferentes Comunidades Autónomas, generando una multiplicación del gasto absolutamente innecesaria. Una concesión al ansía de fragmentación propugnado por grupos políticos que, ante todo, pretenden el control de la Administración de Justicia (para lo que han hecho uso de ese invento eufemístico de la «administración de la Administración de Justicia»).
De igual manera, el Tribunal Constitucional se ha mostrado al servicio de intereses políticos (que no del interés general) cuando ha confirmado los cambios normativos que bloqueaban el nombramiento de cargos judiciales (magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y de sus Salas o de las Audiencias provinciales), ratificando que, si no hay un acuerdo con el quórum establecido en la Constitución (mayoría de tres quintos establecida en el artículo 122.3 de la Constitución), hay que plegarse a los intereses de una mayoría simple, aunque ello no coincida con lo previsto en la Constitución.
Cualquiera que sea la pregunta la respuesta siempre conduce al mismo lugar.
¿Por qué no se dota de más medios a la Administración de Justicia? Porque no interesa.
¿Por qué somos el país de la Unión Europea con menos jueces por número de habitantes? Porque no interesa.
¿Por qué no creamos medios para el control de la corrupción política? Porque no interesa.
¿Por qué no capilarizamos la Administración de Justicia para hacerla más próxima a los ciudadanos? Porque no interesa.
¿Por qué no tenemos un único sistema de gestión procesal común para todos los ámbitos territoriales? Porque no interesa.
¿Por qué no reducimos el número de políticos aforados? Porque no interesa.
¿Por qué no dotamos a la Administración de Justicia de los mecanismos para que preste un servicio ágil? Porque no interesa.
Podríamos seguir con las preguntas y las respuestas apuntarían siempre al mismo lugar. Son los políticos los que no quieren una Justicia que funcione adecuadamente y, menos aún, que pueda controlarles.
No es nada nuevo. Ya se nos dijo. Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no se hermanan bien. Porque, en términos de nuestro sarcástico Quevedo, dónde hay poca justicia es un peligro tener razón. ■