nº 1.020 - 31 de julio de 2025
La importancia del tiempo en Derecho de Familia
Luis Zarraluqui Navarro
Socio-director de Zarraluqui Abogados de Familia
La frase de «más vale un mal acuerdo, que un buen pleito», no solamente es tremendamente desafortunada (por los perjuicios que genera), sino que solo se puede entender desde la desesperación y/o desconfianza en nuestro sistema jurídico
En el ámbito judicial es tremendamente más difícil de modificar una sentencia que sea fruto de un acuerdo, que otra impuesta por el juez
Si hay una rama del Derecho en la cual el tiempo es un elemento fundamental es, sin ninguna duda, el Derecho de Familia (quizás también el Derecho Penal). En el Derecho de los Negocios en general y en todos aquellos procedimientos de reclamaciones económicas el paso del tiempo puede ser incluso beneficioso –si hay las suficientes garantías– puesto que los intereses legales que producen esos retrasos pueden ser muy interesantes e incluso más atractivos que los que producen actualmente la mayoría de los productos financieros (depósitos, cuentas corrientes, etc.).
Sin embargo, en Derecho de Familia, en prácticamente la totalidad de los supuestos, el paso del tiempo es siempre negativo: la ausencia o dificultades en llevar a cabo las relaciones paternofiliales casi siempre tiene consecuencias irreversibles, el tiempo de «no relación» suele ser irrecuperable, los riesgos –físicos y psíquicos– en una convivencia forzada aumentan, etc.
La frase, con la que desde ya tengo que señalar que no estoy conforme, de «más vale un mal acuerdo, que un buen pleito», no solamente es tremendamente desafortunada (por los perjuicios que genera), sino que solo se puede entender desde la desesperación y/o desconfianza en nuestro sistema jurídico (las leyes y su aplicación). Todo lo que es malo –acuerdos, resoluciones, leyes, etc.– es negativo y, por lo tanto, solo puede producir consecuencias no deseadas (aunque en ocasiones no seamos conscientes de ello).
En el ámbito judicial es tremendamente más difícil de modificar una sentencia que sea fruto de un acuerdo, que otra impuesta por el juez. La primera, al menos en teoría, es fruto de (i) una voluntad con «asesoramiento» profesional independiente, (ii) está ratificada «en presencia judicial» y (iii) «goza» del visto bueno del Ministerio Fiscal, en caso de existir menores. Y digo en teoría porque es muy habitual que ninguna de las tres circunstancias se produzca y, sin embargo, se presume que «existe» el acuerdo. El asesoramiento legal independiente –aunque no es un requisito legal (parece mentira que la ley no lo exija)– no siempre se produce; los motivos son la necesidad, la rapidez, el temor, el desconocimiento, urgencias económicas, etc. El segundo porque es raro que el juez asista a la ratificación; aunque quiero resaltar que hay juzgados de familia que, tomándoselo muy en serio, si lo hacen (y hay que celebrarlo, aunque requiera tiempo y esfuerzo). Y el tercero porque los fiscales –¡Ay! los fiscales– si ni siquiera asisten a los juicios con menores en algunas localidades (como Pozuelo de Alarcón donde están en el mismo edificio) …
Por todo lo anterior –«voluntad libre e informada de ese acuerdo»– es más difícil de modificar una sentencia que aprueba un convenio regulador que una sentencia contenciosa, en la cual el juez no nos haya dado la razón.
La «frasecita» y la desesperante lentitud de la tramitación judicial llevan a mucha gente a firmar esos «acuerdos» que, si bien pueden suponer algún tipo de «salvación» en el cortísimo plazo, en el medio son una tremenda condena.
Esta reflexión es tremendamente llamativa que no esté en la mente de los legisladores y jueces; servidores públicos que cobran de los ciudadanos. En cuanto a los primeros, sorprende poco puesto que si tenemos en cuenta que «trabajan» en dos periodos de sesiones anuales (la primera de septiembre a diciembre y la segunda de febrero a junio) –escasos nueve meses al año– es fácil de comprender (que no de admitir). Pero en los segundos, que son los encargados de aplicar la ley –«cumplirla y hacerla cumplir» es el principio constitucional– sorprende más su general pasividad e indolencia (afortunadamente, no absoluta).
Las distintas medidas legislativas –algunas muy recientes– que, con el desconocimiento casi delictivo de la realidad por el perjuicio que generan, no van encaminadas a la mejora de la situación, aunque tengan en el título la palabra «eficacia/eficiencia». Por citar dos ejemplos concretos: ¿cómo podemos admitir que haya procedimientos paternofiliales que tarden ocho meses en resolverse (aunque sea provisional mediante un Auto de medidas) «validando» el que uno de los progenitores impida que el otro tenga relación con sus hijos durante ese tiempo para darle un premio final (uso del domicilio familiar, pensión de alimentos, etc.) con el «indestructible» argumento de que «el menor no quiere ir»? Por cierto, sobre «la voluntad del menor», su «elaboración» y consecuencias hablaremos en otro artículo.
El segundo de los ejemplos hace referencia a la duración del procedimiento «legal» de liquidación de la sociedad de gananciales que bien podría entrar de lleno en el Código Penal por lo que suele suponer de «coacción o chantaje». Este es un procedimiento «legal» que consta de dos fases, que ambas pueden llegar hasta el Tribunal Supremo y que cuando se termina –cuando se termina, porque en la mayoría de los casos, la parte débil tiene que claudicar– han transcurrido … ¡15 años! Y no es una exageración. La necesidad de llegar a un acuerdo implica, por parte del débil, la aceptación de una situación absolutamente injusta, porque ¿quién puede aguantar quince años de pleito? ¿Realmente es normal que nuestros legisladores mantengan estos procedimientos así regulados?
Y, por último, tenemos la indolencia –afortunadamente no de todos– de los jueces encargados de aplicar esas leyes. Ni los problemas de personal ni la falta de medios son justificaciones suficientes –quizás se echa de menos una huelga para mejorar esos temas que afectan a los ciudadanos– para defender esa actitud «conformista». Hay juzgados de familia especializados que pueden llegar a tardar hasta seis meses en dictar resoluciones de este tipo, algunos incluso con menores. No digamos ya aquellos juzgados (hoy ya tribunales) que no están especializados. Esa lentitud bien pudiera calificarse como violencia judicial. ■