La Administración puede equivocarse, pero no ensañarse
José Ramón Chaves García
Magistrado de la sala contencioso-administrativa del Tribunal Superior de Justicia de Asturias
Los ciudadanos y sus letrados se quedan con la sangrante sensación de que a la administración el error le sale gratis (solo pierde tiempo) mientras que si es el ciudadano quien yerra, la administración es implacable con aplicación de consecuencias desfavorables, intereses o sanciones
Todo ciudadano quiere una buena administración pública. Una administración que le comprenda, que le preste servicio y, sobre todo, que no le empuje a recurrir a los tribunales.
Es ahí donde los vientos europeos, procedentes del art.41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, exportaron al ordenamiento jurídico español el «principio de buena administración», pero fue recibido con resistencia gubernativa y por alguna legislación autonómica voluntarista, pero sobre todo por goteo de la jurisprudencia procedente de la sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Supremo.
Resistencia burocrática a la buena administración
La reciente sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 29 de septiembre de 2025 (rec.4123/2023) se apoya en el «principio de buena administración» y recuerda su reverso, el principio prohibitivo de la mala administración. La sala amonesta a la administración tributaria para reprocharle la maliciosa práctica administrativa, consistente en que, cuando un acto es anulado, sea por defecto de forma o fondo, se vuelve a dictar un segundo, y si se anulase, dictaría un tercero, hasta acertar en la liquidación tributaria.
Un escenario de clamorosa inquietud pues el contribuyente, y podemos generalizarlo al común ciudadano en cualesquiera otros procedimientos, se ve expuesto a una administración que «recarga» su potestad una y otra vez, mientras aquél se defiende con «uñas, dientes y recursos».
La historia se ha repetido infinidad de veces en los procedimientos administrativos. La Administración toma una decisión y posteriormente, bien de oficio o bien al hilo de un recurso o reclamación, rectifica por razones diversas: ilegalidad, perjuicio para las arcas públicas, posibilidad de apuntalar con motivación o informes complementarios lo decidido, etcétera. Pero no hay razón para alborozo del ciudadano. Y ello porque la Administración se las arregla para disponer la retroacción del procedimiento y volver a dictar otro acto administrativo más favorable a la propia administración. Nuevo calvario.
Los ciudadanos y sus letrados se quedan con la sangrante sensación de que a la administración el error le sale gratis (solo pierde tiempo) mientras que si es el ciudadano quien yerra, la administración es implacable con aplicación de consecuencias desfavorables, intereses o sanciones.
Así, afirma tan importante sentencia de la sala contencioso-administrativa del Tribunal Supremo que «no se puede convertir en hábito, en el funcionamiento cotidiano de la Administración pública, la ausencia de consecuencias jurídicas adversas surgidas de los errores o descuidos pertinaces en el ejercicio de su actividad propia».
En consecuencia fija doctrina casacional, y alza lo que debería figurar con luces de neón en toda manifestación intervencionista de la administración, sea en el ámbito tributario, urbanístico, sancionador u otro campo de gravamen: «No es admisible conceder a la Administración una oportunidad indefinida de repetir actos administrativos de gravamen hasta que, al fin, acierte, en perjuicio de los ciudadanos».
En las palabras del Tribunal Supremo late la queja de Cicerón: Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?
Errar es humano, pero en tiempos en que la administración pública cuenta con poderosos medios tecnológicos, con una legión de funcionarios especializados, y con la cobertura de normas reglamentarias hechas a la medida del interés público, el error de la Administración que perjudica al ciudadano puede ser tolerable solamente si hay altísimo y claro interés público en juego, pero nunca si lo que subyace es un puro interés recaudatorio, de vendetta latente, o de sacrificio desproporcionado del interés particular.
Nuevo paradigma del siglo XXI
El legislador ha acogido el «principio de buen gobierno», con más ruido que nueces, pero ha eludido la positivización legal de su hermano, el «principio de buena administración» con expresión de sus consecuencias claras y vinculantes para todo el aparato público (diligencia debida, motivación, proporcionalidad, transparencia, rectificación, etcétera).
Esta situación ha llevado a que tenga que actuar la sala de lo contencioso-administrativo como el séptimo de caballería, en apoyo del débil. No debemos olvidar que pocas veces el David ciudadano vence al Goliat público, pero bien puede ayudarle la onda arrojadiza del principio de buena administración. ■