Si no hay responsabilidad humana, no hay decisión legítima
Alejandro Mier González
Consultor ético en Castroalonso
La inteligencia artificial puede asistir en la toma de decisiones, pero no puede reemplazar la responsabilidad humana que garantiza su legitimidad
Usar IA sin comprender sus límites y sin supervisión adecuada diluye la cadena de responsabilidad y compromete la validez ética y jurídica de la decisión
El principio de responsabilidad ante la inteligencia artificial
En 1979, el filósofo Hans Jonas formuló un imperativo que se adelantó a su tiempo: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la Tierra.» Su Principio de Responsabilidad nacía ante el poder transformador de la técnica moderna. La advertencia de Jonas sigue vigente: cuando el ser humano amplía su capacidad de actuar, debe ampliar también su capacidad de responder.
Hoy, la inteligencia artificial nos sitúa en una encrucijada similar. Por primera vez delegamos en sistemas algorítmicos partes sustanciales de la toma de decisiones: recomendaciones médicas, diagnósticos, análisis de riesgo o selección de personal. Pero ¿qué ocurre con la responsabilidad cuando una máquina participa en el proceso? ¿A quién atribuimos las consecuencias, morales o jurídicas, de una decisión mediada por IA?
La cadena de responsabilidad no puede romperse
En la tradición jurídica europea, la responsabilidad es trazable: quien decide, responde. Esa cadena de imputación permite asignar culpa, reparar daños y mantener la confianza social. Sin embargo, la automatización amenaza con romper esa continuidad. Los modelos de IA generan resultados a través de procesos estocásticos, no razonamientos. Su respuesta es un cálculo, no una deliberación. Si un sistema produce un error o un sesgo, culpar al algoritmo equivale a negar la autoría humana de la decisión.
Desde una perspectiva ética y jurídica, esto es inaceptable. La IA puede participar, pero nunca sustituir la deliberación humana. El principio de responsabilidad exige identificar siempre quién decide, quién supervisa y quién asume las consecuencias.
La IA, por sofisticada que sea, no puede ser sujeto de derechos ni de deberes. No tiene voluntad, ni intención, ni capacidad de responder ante un tribunal. Por ello, cualquier decisión en la que intervenga debe poder atribuirse siempre a una persona física o jurídica identificable.
La ilusión de la neutralidad algorítmica
Uno de los mayores riesgos es creer que los algoritmos son neutrales. En realidad, reflejan los sesgos, criterios y limitaciones de sus programadores, de los datos que los alimentan y de la arquitectura sobre la que se ha erigido. La falta de comprensión de sus capacidades y límites puede conducir a decisiones irresponsables, disfrazadas de objetividad técnica.
La ética aplicada y el derecho deben insistir en que usar una herramienta sin entenderla es una forma de negligencia. Implementar un modelo de IA sin conocer su lógica, fuentes o fiabilidad equivale a tomar decisiones sin información suficiente. La transparencia no es solo una exigencia legal, sino una condición para ejercer una responsabilidad informada.
La IA como una voz más en la deliberación
Incorporar sistemas de IA a los procesos de decisión puede enriquecer la deliberación: ofrecen capacidad de análisis, comparación y síntesis a una escala inalcanzable para los humanos. Pero la IA no delibera, calcula. Sus resultados deben interpretarse críticamente, no acatarse. Podemos considerarla una voz más en la conversación, pero nunca una voz final ni moralmente autorizada. La decisión legítima sigue siendo aquella que un ser humano asume conscientemente, con conocimiento de causa y disposición a responder.
Responsabilidad compartida, no difusa
La IA introduce una pluralidad de actores: desarrolladores, integradores, usuarios, auditores. El reto consiste en repartir la responsabilidad sin disolverla. El Reglamento europeo apuesta por una rendición de cuentas escalonada, pero siempre con presencia humana en el centro.
Desde la filosofía de Jonas, esto equivale a extender la responsabilidad hacia el futuro: prever los posibles impactos antes de actuar. En el ámbito jurídico, significa establecer mecanismos de trazabilidad y supervisión que mantengan la cadena intacta.
Conclusión: mantener la ética en la técnica
La inteligencia artificial amplía nuestra capacidad de actuar, pero también de errar. Por eso, la responsabilidad no puede delegarse ni compartirse sin límites. No basta con auditar los sistemas o informar de su uso: debemos garantizar que toda decisión con impacto humano tenga un responsable humano identificable.
En definitiva, el principio de responsabilidad debe seguir guiando nuestra relación con la tecnología. La innovación solo será ética y jurídicamente sostenible si seguimos pudiendo responder por lo que hacemos con ella. ■