nº 971 - 25 de febrero de 2021
Puntos fuertes y débiles de la mediación
Juan Eladio García Barcina. Abogado de Sanz Lomana & Puras y Asociados (firma asociada a Roca Junyent)
En los últimos años, las sucesivas reformas legislativas acaecidas al albur del marco jurídico europeo, han posicionado a técnicas como la mediación en un plano preferencial en lo que a la resolución de conflictos se refiere. La intención de esta corriente no es otra que anticipar la resolución de las controversias que puedan surgir en las relaciones empresariales, en detrimento de su judicialización, con el pretexto de agilizar el propio sistema judicial, además de mantener las relaciones comerciales existentes entre las partes. No obstante, y a pesar de los ostensibles beneficios que esta práctica pueda repercutir tanto en los clientes como en el propio sistema judicial, debemos tener en consideración en qué posición sitúa a la abogacía esta técnica, aparentemente novedosa, así como si su implantación puede afectar en el desarrollo de la profesión.
En primer lugar, no podemos olvidar que la labor del abogado consiste en velar por los intereses del cliente, quien acude a nosotros con un problema, esperando encontrar la alternativa más beneficiosa. Por este motivo, resulta indispensable la labor facilitadora del abogado, aconsejando a su cliente e instándole a encontrar soluciones alternativas a la judicialización del conflicto, tales como entablar negociaciones con la parte contraria, todo ello sin la necesidad de hacer partícipe a un tercero ajeno, el mediador, cuya intervención desplaza al letrado a un plano accesorio, desdibujando nuestro cometido, hasta tal punto, que nuestra función durante el proceso de mediación se limitará al mero asesoramiento jurídico.
En segundo lugar, y en contra de la corriente mayoritaria actual, que considera a la mediación como un método prácticamente infalible de resolución de conflictos, abogando por su implantación de una manera cuasi preceptiva, considero que las empresas también deben tomar en consideración la alta probabilidad de que la mediación fracase, derivándose irremediablemente el conflicto a la vía judicial, lo que supondría para el cliente haber incurrido en un gasto sin obtener beneficio alguno, sumado al consecuente retraso en la interposición de las acciones legales correspondientes, dilatando en el tiempo el inicio del litigio y la resolución del problema. Además, no podemos descartar que, pese a la confidencialidad que por disposición legal rige el proceso de mediación, si esta no fuere fructífera para las partes, existe el riesgo de que la parte contraria revele datos o informaciones conocidos bajo el manto de la mediación que podrían perjudicar gravemente los intereses de la empresa a la cual representamos.
En tercer lugar, y pese a reconocer las ventajas que la implantación de la mediación ha supuesto en una rama del derecho como es el derecho de familia, no puede extrapolarse directamente al ámbito empresarial, regido por el derecho mercantil, pues las relaciones empresariales distan de parecerse a la personales, primando los intereses comerciales de una y otra parte, que, en la mayoría de los casos no concurren al conflicto en un plano de igualdad, resultando imposible alcanzar el equilibrio pretendido por la mediación.
En cuarto lugar, las reticencias existentes al respecto de la mediación no se circunscriben exclusivamente al ámbito de la abogacía, pues, pese al excesivo ruido generado por un pequeño sector crítico, el sistema judicial español goza de buena reputación entre los ciudadanos, perviviendo en el imaginario colectivo, la solemnidad que revisten las resoluciones emanadas de nuestros órganos jurisdiccionales, no únicamente fruto de la potestas que les caracteriza, si no también gracias a la auctoritas labrada hasta nuestros días, la cual otorga a la ciudadanía una seguridad que dista mucho del reconocimiento del que, actualmente, gozan los acuerdos de mediación.
Sin embargo, la falta de confianza social no resulta tan preocupante, si la comparamos con la inseguridad jurídica de la que algunos preceptos de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles adolece claramente. En este sentido, el artículo 4, al abordar los efectos de la mediación en los plazos de prescripción y caducidad, genera cierta incertidumbre, pues no determina unos mecanismos seguros y fehacientes tanto para el momento del inicio como respecto de la duración del proceso, así como de los efectos suspensivos del mismo. Se limita a otorgar tal facultad al acto de inicio de la mediación, considerando como tal a la presentación o depósito de la solicitud por una de las partes ante la institución de mediación correspondiente, restando eficacia a este acto respecto de terceros, cuando el organismo de mediación escogido es de naturaleza privada, contraviniendo en cierta medida lo dispuesto por el artículo 1.227 del Código Civil, al igual que sucede con el acuerdo de mediación cuya protocolización notarial es únicamente facultativa para las partes. Todo ello en detrimento de la seguridad jurídica, máxima que en estos casos decae por voluntad del legislador a favor de la confianza depositada en la calidad y autorregulación de la mediación y de las instituciones que la desarrollan.
En definitiva, la instauración de este tipo de métodos viene a sustituir a la función negociadora que tradicionalmente han venido desempeñando los abogados, únicamente en interés de aquellos profesionales dedicados a la mediación, y cuya implantación vía legislativa obedece a paliar las reticencias lógicas existentes entre los operadores jurídicos tradicionales, al no vislumbrar estos, los beneficios que técnicas como la mediación pueden repercutir a la profesión de la abogacía. A lo que debemos sumar, la proliferación en un ámbito reservado hasta ahora para los profesionales del derecho, de terceros ajenos a la materia, que junto con la inseguridad que tales prácticas proyectan, justifican la desconfianza de los abogados en la mediación. ■