nº 972 - 25 de marzo de 2021
Potestad legislativa e iniciativa legislativa: El coste de no legislar
J & F
La Constitución establece que las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado (artículo 66.2) y, así mismo, que la iniciativa legislativa corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado, de acuerdo con la Constitución y los Reglamentos de las Cámaras (87.1). Una estructura, aparentemente sencilla, que se completa con múltiples normas en cuanto a la efectiva realización de esas competencias.
Pero el sistema permite determinar quiénes son los responsables de establecer una regulación legal, de concretar ese principio constitucional recogido en el Preámbulo Constitucional, conforme al que se proclama el propósito de consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular.
El legislador es el Congreso de los Diputados y, por tanto, las personas que elegidas por los ciudadanos integran la Asamblea Parlamentaria. Y no están solos en esa misión de aprobar las leyes pues, como se acaba de señalar, la iniciativa, el impulso como puesta en marcha, se atribuye, además de a las Cámaras, al Gobierno de la nación.
Legislar es como cocinar en un gran restaurante. El cocinero no trabaja solo. Desde que el producto entra en la cocina hasta que se lleva a la mesa del cliente, se realizan múltiples labores en las que intervienen muchas personas.
Se selecciona el producto que se va a emplear, se transporta, se conserva adecuadamente, se limpia y prepara para el cocinado, se mezcla y elabora conforme a una receta, se supervisa esa elaboración e incluso se presenta (se emplata) de una forma determinada para, finalmente, llevarlo a la mesa del comensal.
En el cocinado de las leyes la decisión de qué se cocina (iniciativa) corresponde, como se ha señalado, al Gobierno y a las propias Cámaras. Y, en menor (e ínfima) medida, a los ciudadanos, mediante la iniciativa popular para la presentación de proposiciones de ley (artículo 87.3 de la Constitución).
El sistema, desde una visión de Estado soberano, no plantea problemas. La única presión es el sentir de la ciudadanía y, en eso, los políticos se desenvuelven como pez en el agua. Pero la cosa se complica cuando alguien puede imponer al legislador la obligación de hacer una determinada norma y establecer el plazo para ello.
Y eso es lo que sucedió con el ingreso de nuestro país, hace ya treinta y cinco años, en lo que hoy es la Unión Europea.
España, como Estado miembro, asumió una serie de obligaciones, entre las que se encuentra la de transponer al ordenamiento interno las normas comunitarias (los actos jurídicos de la Unión). Una previsión que (aunque sea de lejos) puede recordar a esos casos en los que una disposición final de una ley establecía un plazo para que el Gobierno dictara un reglamento de desarrollo, un plazo que, sistemáticamente, se incumplía. Y no pasaba nada.
Con la Unión Europa la cosa es un poco distinta, ya que la obligación de transposición está respaldada en los Tratados. Y no solo la de transponer, ya que también alcanza a las labores previas, como es la obligación de informar sobre las medidas de transposición de una directiva adoptada con arreglo a un procedimiento legislativo. Y así, el artículo 260.3 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea establece, al regular el Tribunal de Justicia de la Unión Europea que, «cuando la Comisión presente un recurso ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en virtud del artículo 258 por considerar que el Estado miembro afectado ha incumplido la obligación de informar sobre las medidas de transposición de una directiva adoptada con arreglo a un procedimiento legislativo, podrá, si lo considera oportuno, indicar el importe de la suma a tanto alzado o de la multa coercitiva que deba ser pagada por dicho Estado y que considere adaptado a las circunstancias», a lo que se añade que «si el Tribunal comprueba la existencia del incumplimiento, podrá imponer al Estado miembro afectado el pago de una suma a tanto alzado o de una multa coercitiva dentro del límite del importe indicado por la Comisión. La obligación de pago surtirá efecto en la fecha fijada por el Tribunal en la sentencia».
Y en esas estamos (ya hemos estado y seguiremos estando). En estos momentos el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Sentencia de 25 de febrero de 2021, asunto C-658/19) ha dado la razón a la Comisión en que el Reino de España ha incumplido la obligación de transponer la Directiva UE 2016/680 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de abril de 2016, relativa a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de datos personales por parte de las autoridades competentes para fines de prevención, investigación, detección o enjuiciamiento de infracciones penales o de ejecución de sanciones penales, y a la libre circulación de dichos datos, en el plazo fijado para ello. La Directiva se publicó en el Diario Oficial del día 4 de mayo de 2016 y se establecía como plazo máximo de transposición el día 6 de mayo de 2018 (artículo 63 de la propia Directiva), sin que se haya comunicado a la Comisión las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas necesarias para dar cumplimiento a dicha Directiva.
Y por ello se condena a España a pagar a la Comisión la cantidad de 15 millones de euros y a partir de la fecha de la sentencia (y hasta que se cumpla de manera efectiva con la obligación incumplida) a abonar una multa coercitiva diaria de 89.000 euros. Ahí es nada. Detracción de recursos de estado que compiten con el resto de necesidades básicas (tratamientos sanitarios, ayudas a estudiantes, mejora de infraestructuras…)
Un coste nada desdeñable y que tiene, por pasividad y dejación, responsables directos. Y es que, esta excusa, la del incumplimiento del deber de transposición bien se ha utilizado para hacer uso, aunque sea de forma impropia e inadecuada, del extraordinario instrumento del Real Decreto-ley. Al señalar que «la transposición en plazo de directivas de la Unión Europea constituye en la actualidad uno de los objetivos prioritarios establecidos por el Consejo Europeo» (frase con la que se abre el Real Decreto-ley 3/2020, de 4 de febrero) y actuación con la que se ha intentado justificar la extraordinaria y urgente necesidad del uso de ese tipo de instrumentos.
Unas veces es urgente, otras, no tanto. Y, entre tanto, Legislador y Gobierno, como se decía en tiempo de las monarquías absolutistas, en Babia. Es lo que hay. ■