nº 975 - 24 de junio de 2021
Reseña de la obra El disputado voto del señor Cayo, de Miguel Delibes (1978)
Ignacio Nates Alonso. Estudiante de 3er. curso de Derecho (Universidad de Deusto – Bilbao)
Miguel Delibes nos transporta en El disputado voto del señor Cayo a los días previos, de incertidumbre manifiesta, de las primeras elecciones democráticas en España del año 1977. De la mano de Víctor (todos se refieren a él como Diputado), Laly y Rafa, seremos partícipes de la emoción y la tensión, reflejo de una desmedida carga de trabajo que obligaba a los simpatizantes y cabezas de lista de partido a barrer cada pueblo con el objetivo de conseguir votos para su causa.
Será en la localidad de Cureña, que cuenta únicamente con tres domiciliados, donde la crítica al fenómeno de la España vaciada se hace visible, desgarrando, si cabe, algún que otro corazón. Acompañados por Cayo, hombre de avanzada edad que vive con su mujer muda y en refriega constante con su otro vecino, asistiremos al advenimiento de la soledad de aquellos pueblos huidizos de la vida moderna de las grandes ciudades, marcados por una emigración ininterrumpida de sus moradores en el último siglo.
La cultura popular simbolizada a través del señor Cayo y su autosuficiencia, inspiradora, mellarán la sofisticada conciencia de Víctor, provocando en este último una sensación irrefrenable de inutilidad de su papel en la representación política del primero. Conforme avanza la visita por el municipio de Cureña, se nos presentan recuerdos lejanos de una guerra civil pretérita, representada por la neutralidad de los habitantes locales, que se resguardan para evitar la contienda, en cierta cavidad situada en el interior de una cascada denominada «las Crines».
No faltan en la novela pinceladas de espiritualidad, encarnada en las figuras de los respectivos párrocos que antaño velaban por las almas de sus feligreses y que hacían las veces de alcalde, cuando la situación lo requería. El papel de la esposa fiel, figura muda encargada de las labores domésticas y crianza de aquellos hijos que apenas visitan a sus progenitores, colisiona directamente con la fuerte personalidad de Laly, de airado tono reivindicador, mostrando con fuerza la mudanza de los tiempos, un ejemplo más de las luces y las sombras de un cambio generacional necesario.
¿Cómo podrá Víctor retornar a la vida pública y pretender algún tipo de gestión estatal al tomar conciencia de su incapacidad para satisfacer sus propias necesidades básicas?
Así, el tramo final de nuestra historia se torna en dudas existenciales para el futuro Diputado que, en su vuelta al urbano piso del Partido e inmerso en una «lúcida borrachera», repite en numerosas ocasiones que su papel no solo es irrelevante para el desarrollo de la vida cotidiana de aquel pueblo olvidado, por una supuesta civilización que se desentiende de los asuntos rurales, sino que, llegada la más acuciante de las horas, aquel saber popular puede convertirse en nuestro único salvoconducto para sobrevivir.
Recordando al autor: «El hombre moderno vive ajeno a esas sensaciones inscritas en lo profundo de nuestra biología y que sustentan el placer de salir al campo». ■