nº 977 - 23 de septiembre de 2021
La confianza legítima que la pandemia se llevó
José Ramón Chaves. Magistrado
Después del pavoroso incendio de Roma (64 d.C.), Nerón pudo reconstruir la ciudad alzando sobre las cenizas una urbe moderna, con la resignación de los romanos. Tras el hundimiento del Titanic (1912) la conciencia de humildad y el sentimiento de esperar lo inesperado dejó huella en el ciudadano moderno que creía que luz, tecnología y avances médicos le hacían invulnerable.
Saltando en el tiempo y el espacio, las plácidas aguas de la democracia española, con la madurez de los cuarenta años largos de vida constitucional, han sufrido el impacto de la pandemia del coronavirus dejando secuelas económicas, sociales y personales, pero en lo que aquí nos interesa, ha borrado de un plumazo el principio de confianza legítima de ciudadanos y en particular, de los operadores jurídicos.
La confianza legítima era el cómodo concepto jurídico en que vivían instalados los juristas civiles, laborales, penales y administrativos. Sabían que el sistema jurídico había alcanzado estabilidad y que admitía cambios según los vientos y mareas ideológicos o problemas coyunturales. Lo que ningún tripulante del Estado esperaba era que el buque jurídico cambiase súbitamente de rumbo, se hundiese bajo la línea de flotación o que se arrojase por la borda como lastre lo que se consideraba básico.
La pandemia ha provocado el tambaleo de la seguridad jurídica con el hachazo de los decretos del estado de alarma que supusieron restricciones de libertades de movimiento, suspensión de actividades de empresa y profesiones, la reconversión del modo de trabajo presencial y el impacto de medidas estatales y autonómicas decretadas a diestro y siniestro. Como secuela, también se ha hecho trizas la confianza legítima de todos en el mantenimiento estable de las conquistas de derechos y expectativas de intereses, pues percibimos en el horizonte inmediato la sombra alargada de cambios bruscos y tijeretazos a sueños, patrimonios y libertades.
La ciudadanía está preparada para cambios, los políticos de cualquier color ideológico estarán dispuestos a hacerlos, y Europa inclinada a tolerarlos.
Jurídicamente estamos preparados para aceptar todo. Las holguras del Estado de Derecho se han agrandado pero es difícil pronosticar las respuestas jurídicas ante los grandes problemas, que requieren grandes soluciones.
La pandemia nos ha acostumbrado a interpretar indicadores, gráficos y mapas estratégicos. Los gobernantes están atentos a las grandes cifras por su poder de impacto mediático en la población, y como la temperatura de fiebre alta que requiere medidas urgentes para bajarla, se sopesan y airean radicales modificaciones legislativas.
Veamos algunos indicadores alarmantes. Por ejemplo, la magnitud del fenómeno inmigratorio, avivado con efecto llamada de quienes ya están, reclama una reforma sustancial y prudente de la legislación de extranjería. La ingente cuantía de gasto desatado en pensiones aconseja reformas en el régimen laboral y Seguridad Social, con efecto carambola en toda la economía. La curva exponencial del precio de la electricidad anuncia cambios tan imaginativos como peligrosos por su incidencia tributaria y en la normativa comunitaria. El contador de días sin renovación del Consejo General del Poder Judicial es una bomba de relojería para la justicia de todos los órdenes. La bola de nieve de los delitos de violencia de género y contra la libertad sexual provocará reformas del Código Penal y legislación de orden público, al límite de lo que soporta el ámbito doméstico y de relación personal.
Y cómo no, el exponencial incremento de litigiosidad derivado de la pandemia, especialmente cebado en lo contencioso-administrativo, apunta a la mayor agresividad del anteproyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal, que de forma inminente será aprobado por el gobierno. Esta importante medida tendrá los efectos de una bomba de racimo procesal, pues parte de sensibles modificaciones de toda la legislación procesal (civil, penal, laboral y contencioso-administrativa), pero previsiblemente se enriquecerá (o empobrecerá, según se mire) con modificaciones parlamentarias que asuman el riesgo de cortar por lo sano, o sea, sacrificando los trámites que garantizan eso que se llama tutela judicial efectiva, santuario en que todos vivíamos instalados y que amenaza con resquebrajarse.
Es cierto que la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común, para conjurar precipitaciones y errores, impone a todas las iniciativas legislativas y reglamentarias los principios de la buena regulación («Better regulation» y «Smart regulation»): necesidad, eficacia, eficiencia, transparencia, proporcionalidad y participación. Sin embargo, la textura abierta de estos principios y su quimérico control práctico, los dejarán en el mundo de las buenas ideas incapaces de poner bridas a parlamentos y gobiernos espoleados por políticos.
O sea, habrá que abrocharse los cinturones para despegar hacia sensibles cambios jurídicos, pero sin olvidar la ruta ni abandonar las indicaciones de la torre de control constitucional.
Hay quien piensa que a río legislativo revuelto, ganancia de abogados, pero realmente los cambios bruscos del ordenamiento, con su problemática de vigencias, régimen transitorio e impacto en la seguridad jurídica, no suelen ser cómodos ni bien recibidos por letrados ni jueces. La confianza legítima va más allá de la tutela de las expectativas creadas por la Administración con sus reglamentos a los ciudadanos y alcanza a las generadas por los parlamentos con sus leyes.
Un ordenamiento jurídico que merezca tal nombre requiere estabilidad y prudencia en los cambios, sin sorpresas ni zozobras ciudadanas, sin olvidar la advertencia del barón de Montesquieu: «Las leyes inútiles debilitan las leyes necesarias». ■