nº 977 - 23 de septiembre de 2021
Cerrado por vacaciones: de la vacatio legis a las vacaciones legislativas
(Entre normas necesarias que no llegan y ocurrencias superfluas que no paran de llegar)
J&F
Mirando hacia atrás, no muy lejos, solo a los pasados meses de julio y agosto, la sensación es la de un verano tórrido y extraño, de medio vuelta a la normalidad. Pero desde un punto de vista normativo lo que llevamos de año ha sido un período extraño.
Y es que, desde enero, se han publicado la nada desdeñable cifra de 36 normas con rango de ley (9 leyes orgánicas, 11 leyes ordinarias y 16 reales decretos-ley), pero sin que exista la sensación de que esa actividad legislativa haya tenido ni trascendencia ni relevancia práctica.
Los problemas siguen ahí. Son los mismos que hace meses y sin que haya el menor atisbo de que la situación vaya a cambiar.
Y da lo mismo que se trate de problemas propios, de alcance europeo o de consecuencias globales. Es como si el legislador se hubiera tomado vacaciones respecto de las cuestiones que preocupan y que fustigan a la sociedad. Y da lo mismo que sea el problema de la temporalidad en la función pública, que de la factura energética, que de una crisis humanitaria en un recóndito país asiático. Y da lo mismo que el problema afecte a la Administración de Justicia, ya sea el Consejo General del Poder Judicial o al Tribunal Constitucional. Es igual.
Estamos cerrados por vacaciones que, para determinados asuntos, parecen ser indefinidas. Todo son acusaciones sin que nadie sea capaz de aportar una solución. Y, entre tanto, ni se legisla ni se gobierna.
Es como si para las cosas pequeñas (o las que nos vienen dadas) no hubiera problema el sumar los votos necesarios para aprobar normas. Se reparte el pastel y punto. En tanto que, para lo estructural, lo que los propios políticos denominan cuestiones de Estado, no hay forma de lograr un acuerdo que permitan desenredar la situación. Es como si fueran cuestiones demasiado importantes como para hacer concesiones, algo impropio de quien nos ha de guiar e incompatible con la función de servir al conjunto de la ciudadanía. Pero es lo que hay.
No hace tanto tiempo que se estableció la obligación de planificar la acción normativa de la Administración, esto es, que la actividad de regular mediante leyes y reglamentos estuviera sujeta a la previa planificación. Algo que parece obvio pero que no va con nuestro carácter más dado a la improvisación y, sobre todo a la ocurrencia. Nótese en este sentido que casi la mitad de las normas con rango de ley dictadas en lo que va de año (16 de 36) son reales decretos-ley. Es más, en el seguimiento del Plan Anual Normativo para el año 2021 (al que se puede acceder en https://transparencia.gob.es/) se pone de manifiesto que, de entre las 170 normas o proyectos normativos aprobados por el Consejo de Ministros durante el periodo comprendido entre enero y agosto del presente año, 36 iniciativas se encontraban ya previstas en el anterior Plan Anual Normativo 2020 (PLAN 2020), lo que supone que (al menos) un veinte por ciento de la labor normativa efectuada no es la correspondiente a este curso sino que viene demorada del año anterior, a lo que hay que sumar la actividad que, planificada en años anteriores, todavía no se ha realizado. La mera comparación entre lo planificado y lo efectivamente realizado muestra una importante falta de correspondencia que pone de manifiesto que no se planifica para cumplir, sino simplemente para aparentar.
Impera, como decimos, la ocurrencia, que ha arrinconado a la planificación que (se supone) es la imagen de lo que la sociedad necesita que se regule. Pero eso es igual.
Y ese mismo gobierno al que, como bien sabemos, le gusta mucho más la función que no tiene atribuida (la de legislar) que las que tiene conferidas (proponer proyectos de ley y desarrollar las ya existentes) y que no para de convertir ocurrencias en normas con rango de ley mediante la promulgación de reales decretos-ley, cuando llega el momento en el que realmente concurren circunstancias de extraordinaria y urgente necesidad (como establece el artículo 86 de la Constitución), es entonces que se pone de perfil y desaparece… como si se quedara petrificado o electrificado (por mor de la factura, digo). Vamos, que cuando no tiene que legislar lo hace, en tanto que cuando debería hacerlo ni se le ocurre. Tal vez porque en ese momento no tiene ninguna idea, es más, ni la mínima ocurrencia, de lo que hacer. Si bien es cierto que, sin faltar a la verdad, hay que decir que el 4 de agosto el gobierno Presentó el proyecto de Ley por la que se actúa sobre la retribución del CO2 no emitido del mercado eléctrico para, o eso nos dicen, «Por su carácter esencial, su importancia para la lucha contra la vulnerabilidad, su relación con la competitividad de la industria y su papel pivotal en la transición energética, resulta fundamental que los precios de la electricidad recojan de manera eficiente y completa los costes y externalidades asociadas a su suministro, mediante una adecuada regulación y funcionamiento de los mercados» (como se indica en la Exposición de Motivos del propio proyecto de ley).
Así llevamos los últimos meses y los últimos años, aparentando legislar (es innegable que se hacen muchas normas) pero sin enfrentarse a los problemas que, entretanto, van creciendo y se van pudriendo, porque no hay congelador que lo evite. ■