nº 981 - 27 de enero de 2022
Políticas de integridad y sector público
Ignacio Sáez Hidalgo. Letrado de la Junta de Castilla y León. Responsable de Cumplimiento Normativo en la Dirección de los Servicios Jurídicos
El mandato constitucional del art 103 de la Constitución Española impone a las administraciones públicas la obligación de servir con objetividad los intereses generales
Es el momento, por tanto, para que los responsables de impulsar esas políticas de integridad en el seno de las Administraciones Públicas den un decidido paso al frente
Quién nos lo iba a decir. Después de tantos años y tantos escándalos de corrupción que han castigado y denostado a nuestras administraciones públicas, una simple Orden ministerial –Orden HFP/1030/2021, de 29 de septiembre, por la que se configura el sistema de gestión del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia–, iba a ser el detonante para empezar a hablar en el ámbito del sector público de planes antifraude, canales de denuncias, códigos éticos, procedimientos para tratar conflictos de intereses y toda una serie de herramientas en materia de integridad.
El tema de la corrupción es realmente complejo y las especiales connotaciones que presenta en el ámbito del sector público lo complican aún más. Por un lado, parece necesario puntualizar que los importantes casos de corrupción que hemos vivido en nuestro país y que han afectado a ingentes cantidades de fondos públicos no permiten sin más hablar de «administraciones corruptas». De hecho, en España resulta inusual la corrupción directa que tiene que ver con el pago de sobornos para acceder a los servicios públicos, tal y como evidencian los informes sobre corrupción en el ámbito de la Unión Europea que anualmente elabora la organización Transparencia Internacional.
El problema, al menos en nuestro país, se localiza en el ámbito más próximo al de la toma de decisiones públicas, donde resulta relativamente sencillo que puedan tomarse acuerdos que se desvíen del interés general, beneficiando a unos pocos. En un editorial publicado en el New York Times, abordando el tema de la corrupción en España, apuntaba a esta cuestión, al señalar que la misma «es el resultado de una estructura política que pone un enorme poder en manos de las autoridades locales, en donde muchos de ellos pueden otorgar contratos o terrenos con poca o ninguna consulta»: «Durante un almuerzo pueden decidir qué vas a hacer con 100 millones de euros».
Obligación de servir con objetividad los intereses generales
Y es que, no lo olvidemos, el mandato constitucional del art 103 de la Constitución Española impone a las administraciones públicas la obligación de servir con objetividad los intereses generales. Resulta obvio decirlo, pero la exigencia de objetividad no resulta compatible con los amplios márgenes de subjetividad que proliferan en la toma de muchas decisiones. Del mismo modo, puede ser bueno plantearse en muchas ocasiones cual pueda ser el «interés general» que preside cada una de esas decisiones, sobre todo en estos momentos en que parece haberse normalizado su confusión con los intereses estrictamente políticos y partidistas.
El olvido, voluntario o involuntario de estas cuestiones resulta especialmente peligroso, pues tiene como consecuencia que se acaban difuminando las líneas que marcan la separación entre lo que está bien y lo que está mal en el desempeño de esa noble tarea de servir los intereses generales. De hecho, es precisamente en esos escenarios, donde triunfa el servilismo y la mediocridad, donde se genera el desánimo entre los empleados más competentes, diligentes y comprometidos.
Funciones de fiscalización, control y asesoramiento
En este escenario, el desempeño de las funciones de fiscalización, control y asesoramiento que con gran rigor y profesionalidad desarrollan interventores, secretarios interventores, abogados del Estado, de Comunidades Autónomas y de entidades Locales y muchos otros profesionales, sigue siendo esencial en este ámbito, pero por desgracia se han mostrado insuficientes, y necesitan ser complementadas con otra serie de herramientas que desplieguen su eficacia fundamentalmente en el ámbito de la prevención, tal y como venía reclamando desde hace años la OCDE.
Así lo vienen exigiendo las Naciones Unidas desde la convención de 2014, y sobre ello insiste de forma especial la Unión Europea, como elemento clave para hacer más atractiva la inversión y para garantizar el correcto funcionamiento del mercado interior, evitando falseamientos de competencia. Precisamente en esa línea se orienta la Directiva 2019/1937 de protección de las personas que denuncien irregularidades cuando impone a los estados miembros que todas las autoridades y entidades contratantes a nivel local, autonómico y nacional que cuenten con canales de denuncia interna, o que se doten de un sistema que garantice una efectiva protección a quienes denuncien irregularidades.
En todo caso, creo que a estas alturas nadie puede ser tan iluso como para pensar que la Orden pueda ser la piedra filosofal que venga a solucionar todos los problemas en esta materia, o que la corrupción vaya a desparecer simplemente cumplimentando unos formularios estandarizados, superando un check-list, o implantando un canal de denuncias. Lo que realmente vienen reclamando los organismos internacionales y europeos son mecanismos que aborden una política de integridad de forma mucho más amplia, pues solo de ese modo resulta posible arrinconar las prácticas fraudulentas y corruptas en la toma de decisiones y en el manejo de los fondos.
Generar una cultura de integridad
En otros países de nuestro entorno ya llevan años trabajando en estas cuestiones, y nos llevan una importante ventaja, no solo a nivel normativo, sino también a nivel cultural, que es mucho más importante. Mientras tanto, en España, a estas alturas, en que la fecha límite para la transposición de la Directiva ya ha vencido –lo hizo el pasado mes de diciembre–, y en el que el plazo de 90 días establecido en la Orden HFP/1030/2021 está próximo a finalizar, todo está por hacer.
Es el momento, por tanto, para que los responsables de impulsar esas políticas de integridad en el seno de las Administraciones Públicas den un decidido paso al frente, que se proyecte a toda la organización en su conjunto, dirigiéndose con especial énfasis hacia el caldo de cultivo que está en la base de esas malas prácticas.
Resulta necesario atajar esas dinámicas y conductas clientelares, generando esa cultura de integridad, dignificando como se merece el servicio público y la labor y el trabajo de quienes ahí prestan sus servicios. Una actitud decidida en la materia permitiría, ya de paso, desterrar esa vieja idea, de que si no se avanza en la materia es porque quienes tienen la responsabilidad de impulsar estos procesos son los más interesados en que no desaparezcan aquellas prácticas clientelares por ser ellos los que, en mayor medida, se pueden beneficiar de las mismas.
Trabajar en arrinconar esas prácticas no solo es una exigencia legal, sino también de buen gobierno. Es contribuir a recuperar la confianza y credibilidad en las instituciones públicas y con ello, en la propia democracia. ■