nº 982 - 24 de febrero de 2022
Sobre si el ascensor de mi edificio funciona bien o mal
(De botones, tecnología, ciudadanos y errores)
J&F
Tras años viviendo en una casa en un pueblo de las afueras nos hemos trasladado a un piso en la ciudad. Es un edificio de nueve plantas construido hace algo más de cincuenta años que dispone, para subir y bajar, de un par de ascensores. En términos legales de dos aparatos elevadores, en palabras de mis vecinos de un ascensor y de un montacargas. Toda una novedad para quien, durante mucho tiempo, ha estado subiendo y bajando las escaleras que unían lo que para nosotros era arriba y abajo.
Nuestro ascensor es un elemento común que une a los que vivimos en el edificio. Un punto de encuentro en el que se intercambian breves opiniones sobre temas irrelevantes (como el clima) o de cierta importancia (cotilleos). Pero, además, en los últimos días, se ha convertido en tema central de las conversaciones entre vecinos y ha dado lugar a una importante discusión sobre su funcionamiento. Algo que, por mi propia naturaleza, poca dada al debate y la discusión, no hubiera tenido (para mi) la menor importancia si no hubiera sido por el hecho que a la semana de llegar hubo una reunión de vecinos en la que fui informado de que, durante este año, tenía que ser el presidente de la comunidad. Un honor que no encontré forma (digna) de eludir. Vamos, que no pude escaquearme.
La cuestión de nuestro ascensor ha dado lugar a celebrar dos reuniones en el plazo de una semana. La primera de ellas tuvo que ser convocada al así haberlo solicitarlo varios vecinos. Con un único punto en el orden del día que era Análisis del mal funcionamiento del ascensor de la comunidad.
La cuestión que se expuso por un vecino (que acababa de llegar al edificio) es que el ascensor fallaba. Que cuando él quería subir a su piso el ascensor le mandaba a otro. Y que, aunque habían venido los responsables de mantenimiento del ascensor, que aseguraban que todo estaba en orden, el problema persistía porque el ascensor le mandaba a una planta distinta a la que él quería.
Lo cierto es que la conversación sobre tan apasionante cuestión se prologaba sin apariencia alguna de que pudiéramos llegar a conclusión alguna, así que cuando el vecino que sostenía que el ascensor funcionaba mal aseguró que eso era así sin ninguna duda y propuso que se verificase el piso al que se quería ir de manera que fuera preciso pulsar dos veces el botón de destino, no faltaron quienes (en forma directamente proporcional a su cansancio y agotamiento y tras los necesarios cruces de miradas, asentimientos y signos confirmatorios) consideraron adecuada esa solución, de manera que se acordó adoptar esa medida. Habría que pulsar dos veces el botón (en lugar de una) para que nuestro ascensor tuviera clara y plena constancia del piso al que el usuario quería ir.
Tres días después (y con un saldo en la cuenta de la comunidad de propietarios de 363 euros, IVA incluido, menos). Volvió el revuelo entre los vecinos. Nuestro nuevo compañero estaba indignado porque no se había solucionado nada. Tal era el malestar que se hubo de convocar otra reunión.
Levábamos hora y media intentando entender lo que estaba pasando y comprender cómo era posible que se produjera tal fallo tecnológico en un aparato elevador que había sido totalmente reformado hacía unos pocos años. En ese momento nuestro ofendido vecino verbalizó de forma clara su problema y su queja. Como sabíamos él había comprado un piso en el quinto y el ascensor siempre le llevaba al séptimo. Ahí fue cuando una vecina, por cierto, de forma calmada y pausada, le pidió al hombre al que nuestro ascensor nunca llevaba a su destino (y que apenas llevaba un mes entre nosotros) que le aclarara un par de cuestiones.
Y así fue como nuestra esclarecida vecina le preguntó a la víctima del errático funcionamiento del ascensor sobre el lugar en el que vivía antes de venir aquí. La respuesta fue que en otro edificio de viviendas del centro de la ciudad en el que había estado viviendo durante los últimos veinte años. Y en qué piso, le inquirió, nuestra investigadora, a lo que nuestro protagonista contestó, en el séptimo, añadiendo, seguidamente, que no entendía que tenía eso que ver con lo que allí se trataba, que era el mal funcionamiento del ascensor.
Entonces, y sin perder un ápice de su compostura, nuestra vecina le hizo ver a la víctima de la tecnología que si quería ir al piso 5 tenía que pulsar el botón del ascensor que tenía ese número… y no otro. Con lo que dimos por terminada la reunión…
Y creo que es igual que se trate de botones del ascensor, de interruptores de la luz… o de los de los escaños de Congreso de los Diputados. Si aprieto el botón del quinto piso y me manda a otro piso el ascensor no funciona correctamente (y podremos hablar de error tecnológico) pero si pulso el botón del séptimo piso y no me manda al quinto seré yo el que habré cometido el error (será un error humano). Y no hay más. A todos nos ha pasado. A mí el primero. Y en alguna ocasión con más trascendencia que el simple hecho de estar unos segundos de más en el ascensor.
Somos responsables de nuestros actos. Tanto de nuestros aciertos como (y sobre todo) de nuestros errores. Pretender que cuando cometemos un error otra persona tiene que ser la responsable es signo de inmadurez.
Y si a alguien hay que pedirle responsabilidad es, precisamente, a nuestros representantes políticos. Es, lo que hay.
Por cierto. Ahora tengo dos problemas. Decirle a la empresa de mantenimiento que lo deje todo como estaba, que no hace falta eso de tener que pulsar dos veces el mismo… y explicarle a un vecino que tengo dos facturas para él. ■