nº 984 - 28 de abril de 2022
Sobre la finalidad de las normas jurídicas y sus efectos
(A propósito de la bonificación del precio de los carburantes)
J&F
Los actos tienen consecuencias. Nos lo enseñan desde pequeños y lo transmitimos de generación en generación. Aunque, en la práctica, es cierto que no son pocas las ocasiones en las que el buen comportamiento no se ve recompensado, de igual manera que las conductas prohibidas no son castigadas. Forma parte de la vida. Después viene lo del karma y todas esas cosas, aquello de que para cada acción hay una reacción de fuerza equivalente en la dirección opuesta, que, por cierto, viene a coincidir con la tercera de las leyes físicas enunciadas por un tal Newton.
Y las normas jurídicas no son ninguna excepción. De hecho, como con todos los actos humanos, su autor (el legislador, el gobernante), busca producir un resultado. El problema surge cuando el análisis no es correcto, es incompleto, y no se han calculado o previsto los efectos de esa acción. Y entonces se producen consecuencias distintas a las buscadas. Generalmente son resultados no esperados que se derivan de (en nuestro caso) la norma y que pueden ser positivos o negativos. En el caso de consecuencias adicionales e inesperadas de carácter positivo el autor de la norma saca pecho y, de forma humilde, resta importancia a un resultado que, sorprendente para los demás, había sido perfectamente calculado. Cuando lo que se derivan, junto a ese efecto directo, son secuelas negativas se suele guardar silencio.
Mi buen amigo Javier Moscoso me lo explicaba, hace ya unos cuantos años, con un ejemplo muy didáctico. Cuando se decide implantar el uso obligatorio de casco para circular en motocicletas (sí, lo sé, esto es de hace cuarenta años) lo que se busca como propósito principal es la seguridad de los conductores y ocupantes de este tipo de vehículos. Es claro que ese era el efecto buscado de propósito con el uso de cascos homologados y no cabe duda que se consiguió desde un primer momento. Nadie duda de la cantidad de vidas salvadas y de lesiones evitadas.
Pero no fue el único efecto que produjo la norma porque, de repente y con su entrada en vigor, se produjo un llamativo descenso del robo y hurto de ese tipo de vehículos. La explicación fue hallada rápidamente. Los cacos no iban con un casco en la mano a la espera de una oportunidad de llevarse una moto. Y conducir sin casco llamaba demasiado la atención de los agentes. Fue, sin duda, una consecuencia de la implantación de la norma que ni formaba parte de la misma ni se había previsto.
Hecho que, como ejemplo, nos permite advertir que las normas jurídicas pueden producir efectos (tanto positivos como negativos) no buscados ni advertidos por quien redacta la norma y la pone en funcionamiento.
Algo así está sucediendo con la norma que en el artículo 15 del Real Decreto-ley 6/2022, de 29 de marzo, del Real Decreto-ley 6/2022, de 29 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes en el marco del Plan Nacional de respuesta a las consecuencias económicas y sociales de la guerra en Ucrania, aprueba una bonificación extraordinaria y temporal en el precio de venta al público de determinados productos energéticos y aditivos. Para nosotros esa rebaja de veinte céntimos en la gasolina y en el diésel (y en otros productos).
Desde un punto de vista conceptual la norma ya es muy discutible. Se aplica por igual a profesionales y particulares, al tiempo que es una cantidad fija (y no porcentual sobre el precio del producto). Se toma una decisión y, en lugar de estudiar su impacto, se democratiza, de manera que es igual para todos, lo que convierte un problema específico (el del impacto del precio de los carburantes en el transporte terrestre) en una solución global para todos que nos distingue entre la situación del beneficiario de esta bonificación. Lo de la tarifa plana es una imperfecta forma de actuar a la que ya deberíamos estar acostumbrados (lo mismo sucedió, por ejemplo, con el cheque bebe).
Pero tenemos que ser conscientes de que tal forma de actuar no es propia de un Estado social y democrático de Derecho. De la misma forma que el sistema tributario es progresivo, los sistemas de bonificación deben atender a las circunstancias de los sujetos sin que todos tengan que resultar beneficiados de determinadas medidas. Actuar sin tener en cuenta la necesidad de distinguir entre (situaciones) diferentes lleva a medidas populistas. En muchas ocasiones por la vagancia (o ignorancia) del legislador de estudiar cómo deberían llevarse a la práctica esas medidas. Y ya sabemos que, en esos casos, la tentación de la solución más fácil resulta irresistible.
Por otra parte está la gestión. Otra tentación difícil de vencer. En este caso desplazar el peso de la organización al sector (que se apañen en las estaciones de servicio) bajo la premisa tú hazlo que ya te lo pagaremos. Y entre tanto aguanta como puedas.
Y aquí comienzan los imprevistos. Se obliga al de la gasolinera a que bonifique un precio y a que lo haga «distinguiendo el precio antes de aplicar el descuento y después de aplicar la bonificación, así como el importe de la bonificación aplicada». Eso sí, la norma se publica el 30 de marzo y a las cuarenta y ocho horas tiene que estar operativa. El cómo resuelva el afectado su aplicación en la práctica… cosa suya, ya se apañará.
Pero no acaba ahí el despropósito normativo. Una bonificación para los ciudadanos españoles se convierte, por mor de su planteamiento, en un beneficio para cualquiera. Y al tradicional peregrinaje de los franceses para repostar aquí, ahora se une el de nuestros vecinos portugueses. Y somos nosotros los que vamos a soportar esa bonificación que, recuérdese, gestionan y soportan los propietarios de las estaciones de servicio en tanto se les devuelva las cantidades que han anticipado, cantidades que deberán solicitar (más gestión para el empresario), previsión que recuerda el antiguo dicho castellano sobre el ejercicio de la, que se dice, profesión más antigua del mundo y, además, poner la cama.
La estación de servicio fija un precio en un mercado que, se supone, ha de respetar las normas de la competencia, y sobre un producto en el que la mitad de lo que paga el consumidor son impuestos. Y llega el legislador y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, acuerda una bonificación indiscriminada (urbi et orbi) cuya gestión impone a las instalaciones de suministro (y vendedores a consumidores finales), de la que se puede aprovechar cualquiera aunque la soporta el Estado y, por lo tanto, todos nosotros. Y si se quiere complicar aún más, piénsese en quién grava el combustible y quién soporta la contaminación que de él se deriva. Tal vez hubiera sido más sencillo bajar los impuestos que gravan determinados tipos de carburantes.
Lo pensaba ayer mientras repostaba y lo sigo pensando hoy. Esto es de locos. ■