nº 985 - 26 de mayo de 2022
La regulación jurídica y el tiempo
(Procrastinación y ordenamiento jurídico o de la relatividad del tiempo jurídico)
J&F
Parece ser que la distancia y el tiempo no son absolutos. Al menos eso es lo que un burócrata encerrado en una oficina de patentes se empeñó en mantener hace más de cien años. Desde entonces los científicos discuten sobre esa teoría (la de la relatividad) y los efectos que ello tiene, y sobre la enorme complejidad que supone eso de que el tiempo no es igual para todos.
Esa es una discusión que, en el mundo de Derecho, y para los profesionales que a ello nos dedicamos (o, al menos, lo intentamos), tampoco resulta tan extraña ni sorprendente como parece que se nos quiere hacer ver.
Para el ordenamiento jurídico el tiempo siempre ha sido relativo, quizá porque desde hace siglos está impregnado de aquel pensamiento conforme al que nada es permanente a excepción del cambio.
El ordenamiento jurídico se mueve todo el tiempo. Pero no hace sino intentar perseguir a esa realidad social a la que pretende regular y organizar. Pero siempre por detrás. Hay un tiempo para que los ciudadanos perciban los cambios, las alteraciones, la aparición de nuevas situaciones, y otro para que se establezcan las normas. Y eso ha sido así desde el principio de los tiempos. El desfase entre las necesidades de regulación de una sociedad y la agenda política de sus representantes es una muestra de esa relatividad del tiempo.
La creación de normas también tiene sus plazos, y sus tiempos. En ocasiones pasan los meses, e incluso los años, desde que se detecta una necesidad normativa hasta que se produce su promulgación y su entrada en vigor. En cambio, en otras situaciones, se promulgan normas que nadie (o casi nadie) esperaban. Es el milagro cotidiano del Real Decreto-ley que permite el nacimiento de una norma (con rango de ley) sin los incordios propios de la concepción, el embarazo y el parto.
Y nunca se sabe lo que pueda pasar. Tan pronto, allá en Bruselas, a más de mil kilómetros de distancia, pero con la misma hora que aquí, se dicta una norma, pongamos una Directiva, que establece unos plazos de tiempo a los Estados miembros de la Unión Europea para su transposición a los ordenamientos internos. Un plazo, por ejemplo, de dos años. Tiempo que, objetivamente, es suficiente para que los progenitores legislativos nacionales traigan al mundo esa nueva norma (o modifiquen la ya existente). Pero como el tiempo es relativo ese plazo se puede cumplir (incluso en menos tiempo) o se puede extender porque la percepción del legislador nacional de ese espacio de tiempo, desde su posición, es distinta, y lo percibe como un plazo de cuatro, cinco o seis años…
Lo mismo sucede con el tiempo y las diferentes fases de elaboración y promulgación de una norma. Nunca se sabe lo que puede durar. Están los estudios y análisis previos, los proyectos y, antes, los anteproyectos, que pueden ser uno o varios, está la llegada de ese proyecto al Congreso, su tramitación, con su plazo de enmiendas (que puede ser prorrogado, extendido en el tiempo, en varias ocasiones) y, por fin, su aprobación, con sus idas y venidas entre comisiones, plenos y cámaras parlamentarias.
Pero los misterios sobre plazos y tiempos no acaban ahí. Aprobada una ley hay que publicarla en el correspondiente Diario Oficial. En ocasiones es un visto y no visto, y al día siguiente la norma está en el Boletín Oficial del Estado (o diario oficial que toque). En otros casos el tiempo pasa y la norma parece haberse perdido (durante días, e incluso semanas) en algún recoveco temporal. Es el fenómeno de la publicación relativa. Y tras ese fenómeno surge el de su entrada en vigor… el mismo día, al día siguiente, a los veinte días, varios meses después, un año después, el primer día hábil del siguiente año. Otro misterio que únicamente puede explicarse desde la relatividad de su vigencia, ya sea de la necesidad, de la urgencia, de la complejidad.
Ordenamiento jurídico y tiempo no se llevan demasiado bien. La promulgación de una norma (que se precie de serlo) supone que tras sus previsiones generales (el articulado) aparecen otras reglas o pautas complementarias. Y ahí están las disposiciones transitorias para intentar ordenar regulación y tiempo.
Tiempo que nos empeñamos en medir estableciendo plazos, lo que da lugar a la relatividad de los días. Están las normas civiles y las administrativas. Los plazos administrativos y los procesales. Frente a los días naturales, como algo absoluto, están los días hábiles, como aplicación de la relatividad sujeta a cambios. Los domingos, los sábados, los festivos… pero ¿qué festivos? Los nacionales, los de la localidad en la que vivo, los períodos que se declaran inhábiles por cada una de las administraciones o entidades públicas.
Una complejidad (relativa) que el legislador, a menudo, convierte en absoluta. No dejes para mañana elaborar la norma que puedas dejar para pasado mañana. Y, así, el retraso, la demora, el aplazamiento, la prórroga, la postergación se convierten en un arte. La relatividad normativa sujeta al principio imperativo de la procrastinación, palabra, por supuesto, con mucha más entidad y sustancia.
Y es que nunca es tarde para no hacer nada. Y aunque nos dicen que el tiempo es relativo tal vez sería preciso recordar que, como nos dejó dicho don Quijote, en la tardanza dicen que suele estar el peligro. ■