nº 986 - 30 de junio de 2022
De San Felipe al proceso de Kafka: puntos cardinales de la abogacía
José Mª Alonso Puig. Decano del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid
Compañeras y compañeros que, pese a estar infrarremunerados por las distintas Administraciones, atienden a esos ciudadanos y ciudadanas con absoluta dedicación, compromiso y máximos estándares de calidad
Siempre me he negado a aceptar el calificativo que se nos da de «meros colaboradores» de la Administración de Justicia
Desde hace unos días, el número 1 de la calle Mayor de Madrid luce una placa conmemorativa del momento fundacional de la Congregación de los Abogados de la Corte, germen del actual Colegio de la Abogacía de Madrid. Reunidos en la sacristía del desaparecido convento de San Felipe el Real, los 37 abogados que iniciaron esta andadura se convirtieron en los primeros responsables del nombramiento de los abogados de pobres, una de sus principales actividades, sentando las bases de lo que conocemos hoy como turno de oficio y asistencia jurídica gratuita.
Superados ya los actos conmemorativos del 425 aniversario del ICAM, el foco de la abogacía madrileña se sitúa ahora sobre el colectivo que cada 12 de julio se convierte en el centro de atención del mundo jurídico. Algo más de 6.000 abogados y abogadas que desde el turno de oficio dedican la mayor parte de su tiempo a prestar asistencia jurídica gratuita a quienes carecen de recursos.
Compañeras y compañeros que, pese a estar infrarremunerados por las distintas Administraciones, atienden a esos ciudadanos y ciudadanas con absoluta dedicación, compromiso y máximos estándares de calidad.
Su labor, no suficientemente reconocida por la Sociedad y por los Poderes Públicos, ha sido especialmente relevante durante la pandemia, resultando muchos de ellos contagiados por el COVID, llegando algunos a perder incluso la vida, al asistir a los ciudadanos en comisarías y cuarteles de la Guardia Civil y Juzgados, pese a no contar con las más elementales medidas de protección.
A todos ellos, y en representación de los más de 76.000 profesionales colegiados en Madrid, traslado el reconocimiento y la gratitud que sin duda merecen. Su labor, como la del resto de la abogacía, es esencial para el normal funcionamiento de la sociedad.
Porque sin abogadas y abogados no habría seguridad jurídica, simplemente viviríamos en el caos. ¿Quién defendería los derechos de los ciudadanos? ¿Quién lucharía contra el abuso o las arbitrariedades de los poderes públicos? Sin ninguna duda, viviríamos en un mundo que se aproximaría mucho al «proceso» de Kafka.
Por este elemental motivo, siempre me he negado a aceptar el calificativo que se nos da de «meros colaboradores» de la Administración de Justicia. No somos colaboradores. Somos parte integrante de la Administración de Justicia, como los jueces, los fiscales, los letrados de la Administración de Justicia o los procuradores de los tribunales.
Como tales, debemos participar en el gobierno y en la organización de la Administración de Justicia, respetando siempre la función jurisdiccional que, naturalmente, corresponde con carácter exclusivo a los jueces, a quienes profesamos el máximo respeto y apoyo.
Los abogados y abogadas somos, junto con los médicos, los que más cerca estamos de los ciudadanos; desde antes de que nazcan y después de que fallezcan; en todas las facetas y actividades de su vida, personales, profesionales, laborales o empresariales. Por tanto, somos quienes mejor podemos trasladar al legislador las verdaderas necesidades y preocupaciones de los ciudadanos en lo que a sus derechos se refiere.
Debemos participar directamente en la elaboración normativa, y no simplemente ser consultados marginalmente y a última hora. Esto es sencillamente evidente y, no quepa la menor duda, la calidad y eficacia legislativa mejoraría sustancialmente.
Y, por supuesto, debemos contar, sin más dilación, con una Ley del Derecho de Defensa que nos permita ejercer nuestra profesión con plenas garantías en beneficio de los ciudadanos.
Un oficio sustentado en valores irrenunciables
Esta profesión, calificada por Voltaire como la «más bella del mundo» y por Balzac como la que, junto con los médicos y los sacerdotes, más directamente escucha «las preocupaciones, las miserias y el sufrimiento humano», es también una profesión que exige un gran sacrificio, una enorme dedicación y la asunción de permanentes retos.
Un oficio que se sustenta en valores irrenunciables como la defensa del Estado de Derecho, el comportamiento profundamente ético, el respeto al compañero y a las normas deontológicas que regulan nuestra profesión, el coraje y la valentía a la hora de defender el derecho de defensa y confrontar el abuso y la arbitrariedad. Todo ello inmersos en un proceso permanente de formación y sin apartarnos en ningún momento de la búsqueda de la excelencia.
Desde aquella congregación nacida en el Convento de San Felipe, y de cara a la transformación que ya ha iniciado nuestra profesión, todos estos valores no son sino puntos cardinales de un oficio en constante evolución y que, 425 años después y gracias a su permanente defensa de la legalidad, sigue disipando de nuestra sociedad cualquier atisbo de pesadilla kafkiana. ■