nº 991 - 29 de diciembre de 2022
Fines (sostenibilidad) y medios (deber de diligencia) en la propuesta de Directiva sobre diligencia debida
Jorge Viera González. Consultant Herbert Smith Freehills. Catedrático de Derecho Mercantil
No se discute la necesidad de incorporar principios éticos, morales, sociales, de protección medioambiental, etc., sino la técnica jurídica adecuada para alcanzar esos fines de política jurídica
No corren buenos tiempos para el Derecho de sociedades. Primero, desde el Derecho Concursal se le acusó de los males de las crisis financieras, como si su función fuera evitarlas («La eficacia del proceso de adopción y ejecución del plan de reestructuración no debe verse comprometida por el Derecho de sociedades», se decía en la Directiva sobre reestructuraciones tempranas).
Ahora llega la propuesta de Directiva sobre diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad que, en su redacción original, pretendía fijar como parámetro de una actuación diligente de los administradores, el hecho de haber tenido en cuenta las consecuencias que su actuación tendría en materia de sostenibilidad.
Sin embargo, el pasado 1 de diciembre el Consejo de Competitividad ha adoptado una posición de negociación («orientación general») con respecto a esa propuesta que, sin apartarse de la propuesta elaborada por el Comité de Representantes Permanentes (Coreper) de 30 de noviembre de 2022, ha decidido iniciar las negociaciones eliminando las referencias al deber de diligencia contenidas en los artículos 25, 26 y 27 de la propuesta inicial de 23 de febrero de este mismo año. En la nota remitida por el Coreper, esta supresión se justifica por la «profundad inquietud» de los Estados miembros que consideran que, en particular el art. 25 de la propuesta de Directiva, representa «una interferencia inadecuada con las disposiciones nacionales… que podría socavar la obligación de los administradores de actuar en el mejor interés de la empresa». La medida ha sido recibida con cierto alivio por los operadores jurídicos (profesionales y académicos) como también por las empresas (especialmente las cotizadas).
Sostenibilidad y deber de diligencia
Pero ¿la eliminación de los criterios de sostenibilidad como parámetro del deber de diligencia, significará que tales criterios ya no determinarán la actuación de los administradores? Me temo que no. A mi juicio las propias empresas cotizadas ya han asumido el núcleo central de los criterios o principios del desarrollo sostenible. El razonamiento teórico no es difícil de fundamentar sin necesidad de previsión legal o estatutaria. La configuración abierta del deber diligencia, que muchas veces complica su distinción con el de lealtad, deja margen para su actualización de acuerdo con los estándares de conducta imperantes en cada momento. En la medida en que las decisiones de inversores, clientes o proveedores pudieran estar condicionadas por el seguimiento o no de los criterios sostenibilidad, los órganos de administración, en cuanto responsables de la definición de las políticas de gestión y supervisión de su implantación, pasarían a estar vinculados por tales principios.
Así, la responsabilidad social corporativa pasaría a integrar el concepto de «interés social» o «interés de empresa» como pauta de actuación de los administradores (art. 225 LSC). Este aparente ejercicio teórico se confirma en la práctica con solo echar un vistazo a las normas de gobierno corporativo de nuestras principales empresas del IBEX-35. En ellas nos encontramos con ejemplos en los que la «creación de valor sostenible» se ha introducido en los estatutos sociales como uno de los elementos de definición del interés social.
Es verdad que no en todos los casos esos principios se integran con la misma intensidad, apreciándose diferencias en función del objeto social de la compañía, del nivel de capitalización, de la estructura de propiedad dispersa o concentrada, etc. Fuera de nuestras fronteras, la muy relevante sentencia del Tribunal de Distrito de La Haya de 26 de mayo de 2021, que condenó a una gran empresa petrolera «por desatender su responsabilidad individual» en orden a reducir las emisiones de CO2, ha lanzado un claro y primer aviso a navegantes.
Por tanto, no se puede negar que los principios del desarrollo sostenible están ya condicionando la actuación de los consejos de administración de grandes sociedades cotizadas españolas y europeas. No faltan, pues, argumentos que permitirían sostener que el crecimiento sostenible se ha convertido en un estándar de conducta objetivo. Sin embargo, habría que preguntarse si el Derecho de sociedades es el marco adecuado para implementar estas políticas. El Derecho descansa sobre fines de política jurídica que, previamente convenidos, luego se busca la concreta técnica jurídica más apta para su implementación. Pero, cuando se pretende ejecutar (imponer) políticas sin tener en cuenta la concreta técnica jurídica, puede ser que ser que esta se rebele e impida o dificulte la ejecución de las mismas.
Una aspiración más que una inspiración
El problema es que sostenibilidad, responsabilidad social corporativa y reputación corporativa no son todavía conceptos jurídicos mínimamente precisos. Ni siquiera desde un punto de vista político lo son. Los objetivos del desarrollo sostenible, tal y como han sido formulados por Naciones Unidas, no pasan de ser una agenda política y, como tal, susceptible a los vaivenes de los juicios de oportunidad política. Por tanto, son más una aspiración que una inspiración para fijar el contenido concreto del deber de diligencia. Y aquí es donde la técnica jurídica empieza a rebelarse. La configuración técnica del régimen jurídico de responsabilidad de los administradores (incumplimiento del deber de diligencia) como un sistema de responsabilidad por culpa, tiene unos presupuestos jurídicos de aplicación que se anteponen al voluntarismo político de implementar los principios y políticas.
En primer lugar, si la sostenibilidad se sitúa en el deber de diligencia, es claro que el grado de seguimiento de sus principios es una cuestión estratégica y de negocio cubierta por la discrecionalidad empresarial (jugdments business rule) y, por tanto, no podrían los jueces sustituir el criterio de los administradores si estos han adoptado la decisión de buena fe, con la información suficiente y sin encontrarse en una situación de conflicto de interés. Las empresas están para hacer negocios, no para ejecutar medidas políticas, ni los jueces para perseguir su incumplimiento.
Pero, aun sin el puerto seguro de la protección de la discrecionalidad empresarial, los presupuestos de la responsabilidad por culpa se adaptan mal como técnica jurídica para implantar esa agenda política. Así, por ejemplo, será muy difícil probar la existencia de un daño que haya sido natural y jurídicamente provocado de forma injustificada o injusta por no seguir los objetivos o principios de desarrollo sostenible. ¿Cómo se identifica y cuantifica un daño a la reputación corporativa? ¿Y, si se trata de un daño material al patrimonio social, cómo se determina que el mismo es imputable al no seguimiento de los principios de sostenibilidad?
Otro tanto de lo mismo ocurre con la configuración de la antijuridicidad (la causalidad jurídica o imputación jurídica) porque en el estado actual disponemos de pocos instrumentos para definir con un mínimo de seguridad qué podemos entender por el deber de cuidado estándar en materia de desarrollo sostenible, salvo que recurramos a los estándares de conducta que fijan, previo pago, las empresas de auditoría de información no financiera. ¿Pero es cometido de estas empresas determinar quién es el buen samaritano? ¿No hemos aprendido nada de la experiencia de los proxy advisors durante la gran recesión del 2008? ¿No podrá suceder que la actuación en régimen de competencia de estas empresas calificadoras, unido a la indeterminación de estos principios de desarrollo sostenible, den como resultado distintos estándares de conducta en función de la empresa de auditoría que se contrate? No discutimos la necesidad de incorporar a la actuación de las empresas principios éticos, morales, sociales, de protección medioambiental, etc., lo que abogamos es porque se use la técnica jurídica adecuada para alcanzar esos fines de política jurídica. No es una cuestión de fines, sino de medios. Quizá el legislador debiera dirigir su mirada a otros ámbitos normativos que, para esa finalidad, pueden ser más eficaces y justos. ■