nº 991 - 29 de diciembre de 2022
Entre la planificación normativa y la evaluación de las políticas públicas
J&F
Hace unos días el Congreso ha aprobado la Ley de institucionalización de la evaluación de políticas públicas en la Administración, norma que tiene por objeto (eso señala su artículo 1.1) estructurar el sistema público de evaluación de políticas públicas en la Administración General del Estado con el fin de institucionalizar la evaluación como herramienta de aprendizaje colectivo y organizativo, de mejora del servicio público, rendición de cuentas y transparencia, contribuyendo a la eficacia y eficiencia de la acción pública.
Conviene señalar, en primer lugar, que en su tramitación esta norma ha volado por los pasillos de las Cortes, ya que presentada el día 8 de noviembre de 2022 fue tramitada por el procedimiento de urgencia y aprobada el día 1 de diciembre por el Pleno del Congreso de los Diputados, tras su paso por el Senado que, en su sesión del 23 de noviembre de 2022, había introducido una enmienda.
Para que después se diga que nuestros representantes parlamentarios no son raudos y diligentes. Eso sí, mientras otros proyectos de ley reposan plácidamente en las bodegas de las Cortes para ganar el necesario cuerpo y buqué (bouquet para los entendidos) que necesitan y merecen.
Evaluación que se sitúa en el final del camino. Un viaje que se inicia (que se debería iniciar) con la planificación normativa, sobre la que el artículo 131 de la ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, dispone que «anualmente, las Administraciones Públicas harán público un Plan Normativo que contendrá las iniciativas legales o reglamentarias que vayan a ser elevadas para su aprobación en el año siguiente» y que «una vez aprobado, el Plan Anual Normativo se publicará en el Portal de la Transparencia de la Administración Pública correspondiente».
De esta forma (y al menos en teoría) tenemos un antes (plan normativo) un durante (elaboración y promulgación de normas) y un después (evaluación). El diseño parece sencillo. Cosa distinta es lo de su ejecución.
El Plan Anual Normativo para el año 2021 fue aprobado por el Consejo de Ministros de 21 de abril de 2021, esto es, consumido un tercio del espacio de tiempo (y eso sin excluir el verano) en el que se iban a realizar las normas que en ese plan se programaban. Ninguna lógica tiene no tener preparado y aprobado el plan antes del inicio del año al que se refiere. En el caso del año 2022 hemos mejorado algo ya que el Consejo de Ministros lo aprobó el 11 de enero de 2022.
En abril de este año se presentó el Informe Anual de Evaluación normativa, en el que se ponía de manifiesto que estaban aprobadas el 57 % de las normas previstas en el Plan Normativo para 2021 (82 de 144). El 37 % estaban en tramitación y del 6 % restante nada se sabía. Téngase en cuenta que en el Plan Anual se incluyen normas con rango de ley y normas reglamentarias. Eso sí, al algo de ese importante grado de incumplimiento (como desviación entre lo previsto y lo realmente realizado) se encuentra lo que se ha hecho, aunque no estaba programado. Ni más ni menos que 3 Leyes Orgánicas, 9 Leyes ordinarias y (la nada despreciable cifra) de 216 Reales Decretos, de lo que se puede concluir que se ha trabajado, pero en cosas que no estaban programadas. Más que previsión parece que nos dedicamos a la improvisación normativa.
Y por detrás la necesaria evaluación de lo que se ha hecho. Eso que (pomposamente) se denomina políticas públicas. Y es que todo debe (o debiera) ser más sencillo. Detectado un problema se analiza y estudia, eso sí, por quienes tengan los suficientes conocimientos (incluidos los jurídicos) sobre ello, y se realiza un borrador de norma, que se vuelve a evaluar, y se presente a quienes tienen que aprobarlo, mejor, eso sí, explicando las innovaciones y los cambios y advirtiendo de las relaciones normativas (tanto internas como externas) para evitar, en la medida de lo posible cambios caprichosos y arbitrarios.
Entonces sí. Elaborada y aprobado una norma con todas las garantías, y puesta en circulación llegará el momento de su nueva evaluación. Porque en eso sí acierta la nueva Ley de evaluación de políticas públicas. La evaluación es continua (como la de cualquier alumno). Antes, durante, después, como señala el artículo 10 al establecer las modalidades de evaluación según la fase temporal de la política pública. Pero a partir de ahí aparecen los miedos a un proceso de evaluación adecuado e independiente, que posibilita que cualquiera pueda tener la condición de evaluador (artículo 15.1) y, sobre todo, cuando se permite (la Ley es lo suficientemente ambigua en este sentido) que el evaluado pueda participar en su propia evaluación (artículo 15.2), algo que debería estar taxativamente prohibido si, como se pretende, el equipo evaluador debe garantizar su independencia de criterio, imparcialidad, neutralidad y ausencia de conflicto de intereses, aportando la declaración responsable de cada integrante.
Lo cierto es que, hasta ahora, la práctica demuestra una evaluación complaciente con los resultados, cuando lo cierto es que, desde un punto de vista cuantitativo, la foto inicial (plan normativo) y foto final (realidad normativa), no se parecían en nada, ni por exceso ni por defecto, como muestran los datos de los últimos años. Y menos aún, y ese debe ser el auténtico examen, en cuanto a los objetivos perseguidos y los conseguidos. Ahí sí que las desviaciones han sido sustanciales. Y que nadie espere que nadie reconozca sus errores.
Porque para los responsables de decidir qué normas se hacen y cómo se hacen resulta mucho más fácil culpabilizar a otros, ya sea de forma general a la ciudadanía (que ni sabe ni entiende), o a los que tienen que resolver los conflictos que, con esos despropósitos normativos, se crean a las personas de a pie. Algo muy fácil si tenemos en cuenta que en nuestro país hay, por ejemplo, más de 50.000 concejales, pero menos de 5.000 jueces.
Porque esa es la realidad. Entre la planificación normativa y la evaluación de las políticas públicas está el desgobierno. Un desierto, un erial, la improvisación absoluta (ahí están los números), una cultura de castas, desprovistas de valores que desconocen lo que es el esfuerzo, el sacrificio y el bien común, y que han sustituido la ideología por la componenda orientada al beneficio particular y al mantenimiento de una situación tan cómoda para ellos como insostenible para los ciudadanos.
¿Quién evaluará al evaluador? No lo sabemos, pero el evaluador que se evalúe a sí mismo buena evaluación se pondrá ¿o no? ■