nº 992 - 26 de enero de 2023
Ser competente en tiempos de incompetencia
José R. Chaves. Magistrado
La vieja cuestión técnica de la competencia goza de buena salud y marca el rumbo de infinidad de litigios
La competencia técnica y la altura ética son los laureles que deberían adornar a todo jurista
Decía Miguel de Unamuno en 1917 que le aterrorizaba cuando alguien, con mando público en la plaza, se calificaba de «competente». Quizá al ilustre catedrático de griego le sonaba a arameo la construcción dogmática del derecho público en torno a la competencia, como ámbito funcional al que se ciñen determinados poderes o facultades.
Se habla así, por ejemplo, de competencia de los juzgados y tribunales, de competencia de las Comunidades Autónomas o de competencia de una autoridad u órgano para sancionar.
La competencia de juzgados y tribunales (además de su jurisdicción) es una cuestión de orden público que no admite relajo, y por eso se aprecia de oficio o a instancia de parte, aunque dada la casuística siempre hay cuestiones secantes a varios órganos jurisdiccionales que deben residenciarse en unos u otros.
En cambio, la cuestión de la competencia de las Comunidades Autónomas respecto del Estado, y de aquéllas entre sí, tuvo su esplendor en la primera década de vigencia constitucional, pues ahora ya está trazado el mapa competencial con criterios claros, por lo que los conflictos de competencia son por excepcional goteo.
Subsiste en derecho administrativo, cuajado de personas jurídicas y órganos, la relevancia de la competencia. El concepto es jugoso y en manos hábiles del abogado puede marcar el triunfo, ya que, si consigue demostrar la incompetencia de una persona jurídica en una materia, o de un órgano dentro de una misma persona, el acto administrativo así dictado está lastrado de un vicio determinante de invalidez.
Ahora bien, si existe incompetencia de materia o territorio, la sanción es la nulidad de pleno derecho, pero si la incompetencia es jerárquica (o sea, el órgano inferior asumió competencias del superior) será de simple anulabilidad, con lo que en este último caso se admitiría la convalidación del defecto.
Al Tribunal Supremo le gustan las cuestiones competenciales
El interés de esa cuestión lo evidencia la reciente sentencia de la sala contencioso-administrativa del Tribunal Supremo de 29 de diciembre de 2022 (rec.8993/2021) que aborda la posible incompetencia del órgano de defensa de la competencia para sancionar a los colegios de abogados, aunque debemos precisar el aparente juego de palabras.
Se trataba de la imposición de multas a varios Colegios de Abogados por adoptar cada uno acuerdos en materia de honorarios profesionales o recomendaciones de precios; las multas las impuso la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, y el Colegio de la Abogacía de Bizkaia la recurrió porque consideraba que la competencia recaía en el órgano autonómico de defensa de la competencia ya que hablamos de un colegio profesional con competencia territorial acotada.
Curiosamente, la Sala Tercera en dicha sentencia levanta la barrera de la clara frontera territorial del poderío colegial, y alza un criterio sustancial para postular la competencia del órgano nacional: «el principio de colegiación única (art. 3 de la Ley 2/1974, de 13 de febrero, sobre Colegios Profesionales), en cuya virtud basta que el abogado se incorpore a uno solo de los colegios profesionales territoriales para que se le permita ejercer en todo el territorio español, determina que los criterios de un colegio territorial se aplican a todos los profesionales que actúen en su territorio, circunstancia esta que ha de ponerse en relación con la existencia de un fenómeno de litigiosidad en masa a nivel nacional que motivó la denuncia origen de este expediente, lo que dota a estos acuerdos de una proyección que excede del ámbito territorial del colegio respectivo». De este modo, la sutileza del trazado de línea competencial marca la frontera entre soportar unas elevadas sanciones o que se desvanezcan por su invalidez.
Pero, es más, en el ámbito administrativo, donde nos situamos ante una jungla de administraciones (estatal, autonómicas, locales e institucionales), la competencia sigue siendo el campo válido de actuación, aunque afortunadamente la reciente legislación administrativa ha implantado una especie de vasos comunicantes, pues lo que se presenta en el registro general de cualquier administración se impulsará de oficio hacia la administración competente. Eso sí, los plazos para resolver o para considerar que opera el silencio administrativo arrancan desde la entrada efectiva en la administración que retiene la competencia para resolver (malamente puede reprocharse no resolver lo que todavía no ha llegado a la mesa de quien tiene que resolver).
En este punto, la propia Sala Tercera en su sentencia de 25 de octubre de 2022 (rec.2650/2021) precisó que los plazos a efectos de entrar en juego el silencio positivo en favor del particular solicitante, se computan desde que su solicitud entra en «la administración competente» y no en «el órgano competente», pues así lo impone la celeridad y certeza, sin que tenga el particular que ser un experto en conocer el organigrama competencial al dedillo de cada administración.
No se queja el Tribunal Supremo de la cruel paradoja que supone que el legislador diga que la competencia administrativa es irrenunciable, unido a que la Administración debe resolver expresamente, y que, simultáneamente, regule la patología del silencio administrativo, pues dejar operar el silencio por toda respuesta es la manifestación más grotesca de la incompetencia de los burócratas de turno.
De la competencia del órgano a la competencia de la persona
Distinto es el caso de la competencia que no tiene quien la ejerza, al estilo del coronel de la célebre novela de García Márquez, como el caso de los nombramientos de altos cargos judiciales que son legalmente atribuidos al Consejo General del Poder Judicial (aunque ahora con competencia legalmente suspendida). El efecto pernicioso para la justicia es que se está desertizando de magistrados al Tribunal Supremo. Quizá habría que plantearse si es mejor dejar plazas vacantes que cubrirlas mal por ajustarse a criterios gubernativos inconfesables, como buena parte de las decisiones de la última etapa del Consejo y que dan la razón a la Unión Europea en cuanto la independencia judicial se resiente cuando quien nombra a los jueces no es independiente.
En definitiva, la vieja cuestión de la competencia goza de buena salud y todo jurista debe estar alerta a lo que es medida del poder que actúa. Sin embargo, más que la competencia material, territorial o jerárquica, al ciudadano debería importarnos lo que el Derecho no puede aprisionar: la competencia técnica de la autoridad o funcionario, y que se manifiesta en la vertiente de especialización, en la altura ética y en la empatía con el destinatario de la función pública.
Por añadidura, todo juez, abogado y académico, también debería luchar por ejercer sabiamente sus competencias desde la máxima responsabilidad.
Sin embargo, sobre la aptitud para luchar por el trabajo bien hecho, podría decirse lo que advertía el citado Miguel de Unamuno: «Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta». ■