nº 998 - 27 de julio de 2023
¿Está en situación de riesgo la presunción de inocencia?
Jorge Navarro Massip. Abogado. Socio de Molins Defensa Penal. Exdiputado de la Junta de Gobierno del ICAB
«Y tampoco alardee tanto de su inocencia, estropea la buena impresión que da». (El proceso, Kafka)
Pese al notable incremento de derechos y garantías introducidos en nuestro ordenamiento, derivado fundamentalmente de determinadas Directivas Europeas, con frecuencia se olvida el mandato de nuestra decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal, que conecta claramente con la presunción de inocencia. En su artículo 2 sigue expresando:
«[t]odas las Autoridades y funcionarios que intervengan en el procedimiento penal cuidarán, dentro de los límites de su respectiva competencia, de consignar y apreciar las circunstancias así adversas como favorables al presunto reo (…)».
Es harto sabido que la presunción de inocencia tiene una doble vertiente. Por un lado, como una regla de tratamiento, que impone a las autoridades tratar a toda persona como si fuera inocente hasta que, en su caso, recaiga sentencia firme condenatoria. Por otro lado, como regla de juicio, que se traduce en que la sentencia condenatoria exige una prueba de cargo y obtenida sin vulneración de derechos fundamentales y, a su vez, que exista prueba sobre la culpabilidad del acusado.
Pero la realidad se impone y los atestados policiales en asuntos complejos se trufan de delitos, conjeturas o meras sospechas, convicciones, sin una base fáctica que la sustente ni la exprese. El tratamiento policial de mediáticas detenciones son un ejemplo de la banalización de la presunción de inocencia, obviándose el contenido del artículo 520 de la LECRim. Esas conjeturas se trasladan al Ministerio Fiscal y al órgano judicial. Estos, en la fase de instrucción del delito hacen suyas –de un modo acrítico– esas hipótesis de la investigación. Olvidamos que debemos descubrir la verdad (tampoco «a cualquier precio», según la clásica cita del Tribunal Constitucional Alemán), no buscar un culpable.
Afortunadamente, al llegar al acto del juicio oral, la presunción de inocencia renace con todo su esplendor. Es como la Ave Fénix en la mitología griega, se regenera y resurge de sus cenizas.
Pero, como hemos dicho, la realidad se impone, y podemos afirmar que la presunción de inocencia en lo relativo a servirse de pruebas obtenidas sin vulneración de derechos fundamentales, está en claro retroceso, tanto en la jurisprudencia como en la doctrina constitucional.
La nueva etapa surge, esencialmente, desde la denominada doctrina Falciani. La tesis del Tribunal Supremo (STS 116/2017, de 23 de febrero) para admitir la prueba contenida en la «Lista Falciani» se resume en que la regla de exclusión únicamente adquiere sentido frente a los «excesos del Estado» en la investigación de un delito (deterrent effect), a fin de que sirva como un efecto disuasorio o de prevención a los poderes del Estado.
Frente a ello, lo cierto es que el artículo 11 de la LOPJ no distingue si la vulneración la comete un particular o los poderes públicos. Los órganos judiciales, o el propio Tribunal Constitucional, como máximo garante e intérprete de la Constitución, crean diferencias y efectúan interpretaciones sin una norma jurídica que así lo establezca.
Sirva otro ejemplo que se arrastra desde hace décadas: la valoración del silencio del acusado y la Doctrina Murray (STEDH de 8 de febrero de 1996) tan mencionada en nuestra jurisprudencia. El silencio del acusado suele ser utilizado como «otro» indicio de su culpabilidad. Pese a que la declaración del acusado ni está prevista para el acto del juicio oral (salvo para la «confesión») la realidad es que proponer la declaración del mismo por parte de las acusaciones puede generar un desequilibrio importante. Si en el momento de declarar, el acusado se acoge al derecho a guardar silencio, este silencio puede ser otro dato incriminatorio.
Trasladar la doctrina Murray a nuestro país es un enorme error. El caso Murray partía de una previsión legal en caso de acogerse al ejercicio de ese derecho, regulando– y advirtiendo– expresamente de las consecuencias del ejercicio de ese derecho. En España ninguna normativa expresa las consecuencias de guardar silencio. La Directiva (UE) 2016/343, menciona en sus considerandos que el silencio no debe considerarse por sí mismo como una prueba de que se haya cometido un delito, «sin perjuicio de las normas nacionales relativas a la valoración de la prueba por parte de los jueces o tribunales». Normas nacionales, no creaciones jurisprudenciales que parten, precisamente, de la citada Doctrina Murray. Una interpretación jurisprudencial de un derecho constitucional, que no viene amparado en ninguna regulación legal, no puede limitar o restringir el derecho fundamental. Es una antinomia que el ejercicio de un derecho que otorga el Estado al ciudadano sea utilizado por el Estado, sin norma alguna que lo ampare, para contribuir a fundamentar una condena contra ese ciudadano.
Por cierto, la mencionada Directiva (UE) 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo de 2016, por la que se refuerzan en el proceso penal determinados aspectos de la presunción de inocencia y el derecho a estar presente en el juicio, debió ser transpuesta antes del 1 de abril de 2018. Otro incumplimiento revelador de la sensibilidad para con ese derecho. ■