nº 999 - 28 de septiembre de 2023
De la legislación motorizada a legislar atropelladamente: de Telefónica y Celsa
(Sobre el acierto y el rigor como excepción a la hora de legislar y reglamentar)
J&F
«Romanones, tres veces jefe de Gobierno de España con Alfonso XIII, decía a los diputados: Hagan ustedes las leyes y déjenme a mí hacer los reglamentos. La Ley, voluntad del Legislativo, es la norma máxima pero el reglamento, generalmente obra de la Administración del Ejecutivo, es el que desarrolla la aplicación de esa Ley y en consecuencia el tránsito de la misma por los mil y un vericuetos y dificultades que la realidad cotidiana ofrece de manera continua» (Julio Anguita, 2018).
El texto no es original (por eso me he apresurado a referenciarlo), como tampoco lo es la cita que se atribuye a Romanones. Pero ambas, cita y glosa, reflejan la realidad normativa.
En el pasado los políticos, como representantes del pueblo, en el ejercicio de la potestad legislativa que tienen atribuida, hacían leyes (como ahora) pero sencillas (no como ahora).
Excepto en los casos en los que se codificaba una materia (Código Civil, Código Mercantil, Código Penal…) las leyes eran simples estructuras que las normas reglamentarias desarrollaban (de ahí la cita de Romanones y su glosa) Las leyes eras normas cortas, sencillas, concretas, precisas.
Pero dejaron de serlo.
Fue a partir de los ochenta que el Boletín Oficial del Estado y los Repertorios de Legislación de Aranzadi empezaron a crecer exponencialmente. Las normas que se promulgaban ya no cabían en uno ni en dos tomos (se necesitan tres, cuatro e incluso cinco por año). Ahí comenzó la degeneración normativa (posteriormente diarrea legislativa). El formato en papel (lo que había en aquel momento) permitía apreciar la desmesura legislativa en términos cuantitativos.
Llegó eso que denominamos (y seguimos llamando) nuevas tecnologías y desaparecieron los diarios oficiales en papel. Explicarles a los más jóvenes (y no tanto) que el Boletín Oficial del Estado –La Gaceta de Madrid– se vendía en los quioscos es labor imposible. Es lo mismo que hablarles de un mundo sin teléfonos móviles, tablets, ordenadores, internet, wifi…
Se acabaron los límites de las ediciones impresas. Las normas crecían y crecían. Crece y crecen. Las sentencias también.
Primero se perdieron las formas. Despareció el arte de la brevedad y concisión. Después desapareció el fondo. Ni precisión ni exactitud. La idea de la reflexión (aplicada a las normas) desapareció para ser sustituida por la ocurrencia. Cualquiera puede hacer una norma. Nadie piensa en la técnica normativa.
Cierto es que no se trata de un problema nuevo. El principio de utilidad y la ciencia de la legislación ya estuvieron presentes en la obra de Jeremy Bentham (1748-1832), glosado entre nosotros por Virgilio Zapatero a quien también debemos El arte de legislar (Aranzadi, 2009), también por Tomás-Ramón Fernández en de la arbitrariedad del legislador (Civitas, 1998), por Eduardo García de Enterría (Civitas, 1999), en los Transtornos de las instituciones políticas de Luciano Vandelli (Trotta, 2007, traducido por Tomas Cano Campos y con un prólogo de Francisco Sosa Wagner que es una obra en sí mismo), conflicto que también es objeto de análisis por Mercedes Fuertes en Once tesis y una premática para restablecer la dignidad de la ley (Revista de Administración Pública, nº 177, 2008). Una dolencia cronificada que ha merecido multitud de estudios entre los que se encuentran los aquí citados. Hay muchos otros.
El caso es que, antes del verano, se aprobó el Real Decreto 571/2023, de 4 de julio, sobre inversiones exteriores (publicado en el Boletín Oficial del estado del día siguiente), norma que, entre los interesados se denominaba el escudo antiopas. Sobre ella se escribió que «con el nuevo real decreto puede decirse que se ha mejorado en los tres aspectos citados. El 1 de septiembre estaremos mejor que el 31 de agosto –en materia de control de inversiones extranjeras– aunque podría haberse avanzado más».
El problema es que una cosa son las intenciones y otra los resultados que pueden coincidir o no. Pues ese resultado no ha tardado en llegar y a primeros de septiembre ya nos encontrábamos con la sorpresa de que lo que se trataba de evitar (dentro del marco que permite la Unión Europea) se había impulsado. Un error de cálculo del legislador permitía lo que, precisamente, se trataba de evitar. Telefónica y Celsa. Dos líos y… ¿ahora qué?
Pues ya veremos. Pero les anticipo (y precedentes ya tenemos) que nadie reconocerá el error. Se venderá, de una forma o de otra, como una reforma bien hecha (ya lo hemos visto) y cuando la evidencia del desastre nos enfrente a la realidad… el culpable será el mayordomo, ya saben, los jueces y tribunales que no se enteran de nada. Y podría seguir, pero voy a parar ahí. Porque los mayordomos lo único que hacen es seguir las instrucciones que se les dan. Eso es lo que pasa en un Estado social y democrático de Derecho y esa es la forma de actuar (porque no cabe otra) para quienes creen en el imperio de la Ley y en la división de poderes.
Conocimiento, técnica legislativa y seguridad jurídica van de la mano. Tendrían que ir de la mano. Y el problema es que no es así. Una cosa es la elección de cargos democráticos y otra la del conocimiento jurídico (es como lo del dinero y la educación, pueden coincidir o no).
Es hora de volver a la reflexión y la mesura. Porque improvisación y desconocimiento (ignorancia) conducen a la inseguridad jurídica. ■