nº 973 - 29 de abril de 2021
La venganza del papá ninguneado
Ángel Carrasco Perera. Catedrático de Derecho Civil
Se ha producido una especie de revolución jurisprudencial en lo relativo a las causas de desheredación de los arts. 852 y 853 CC
El Ordenamiento jurídico debe proveer mecanismos razonables de salida a estas esclavitudes financieras irredimibles
Puestos a contar euros, el derecho (sic) de los hijos a recibir de por vida alimentos a cargo de sus padres vale mucho más que un trozo de herencia en la que el hijo es desheredado por su ascendiente. Quizá cuando llega el caso último, el hijo ya no necesita de las rentas del padre para vivir, o le queda poco de vida por culpa de la longevidad de su progenitor.
Sabemos ya que se ha producido una especie de revolución jurisprudencial en lo relativo a las causas de desheredación de los arts. 852 y 853 CC y que lo que está de moda hoy es desheredar por «abandono emocional» del padre o madre viejo, solo y desasistido de hijos, impíos como hienas. Claro es entonces que la remisión del art. 152.4º CC produciría el resultado, fatal para el hijo abominable, de que la misma causa de desheredación nueva se convierte en causa de pérdida del derecho de alimentos.
Pero no es lo mismo, porque el joven díscolo y desafecto con el padre –con el que no vive ni trata, salvo para pedirle dinero, desde que éste se divorció de su ex y los niños pequeños quedaron en la custodia de la madre– no está propiamente en situación de «abandonar» psicológica y vitalmente a su padre, porque ese hijo malo no es el cuidador natural de su padre no anciano, ni un señor maduro puede reclamar «asistencia» de sus hijos adolescentes. Aquí la cosa es distinta, como ilustra la jurisprudencia reciente; se trata de que el hijo no quiere saber nada del padre (alienación parental aparte) salvo cuando tiene que pedirle fondos. El hijo así lo reconoce en juicio, como reconoce que la cosa no tiene más explicación, porque la vida es así.
El padre solo puede entonces librarse de la pesadilla intentando acomodarse en los nichos cercanos del art. 152. Pero no sirven, apenas. Es posible que el joven estudie, que encadene unos estudios con otros a costa del padre, y no hay nadie que pueda decir si está aprovechando o desaprovechando sus estudios que, por demás, difícilmente le servirán para conseguir «oficio, profesión o industria». Un padre «alienado» ni sueña con poder probar que el hijo o hija ha incurrido en «mala conducta» o que su estado menesteroso procede de «falta de aplicación al trabajo». Es un «NI-NI», y, además, un inimputable de su conducta.
La STS 104/2019, de 19 febrero, larga, prolija, oracular, imprevisible, al final no dice mucho. El padre puede terminar su obligación de alimentos con el hijo o hija mayor de edad cuando estos ostensiblemente no lo quieren sino como tarjeta de crédito, pero para ello tiene que acreditar que ese desenganche afectivo no depende de hechos a él mismo imputables y que sí lo son a los hijos. Vía muerta. Pero la jurisprudencia menor está conociendo supuestos en los que se produce una resolución final que permanece ajena a juicios de imputación, como la sentencia de un Juzgado de Primera Instancia de Córdoba, de 30 diciembre 2012, que puso fin al deber de alimentos sin más que constatar, de propia confesión, la extremada indiferencia y desprecio del alimentista hacia su padre.
¿Qué decidir al respecto?
La cosa es grave, social y personalmente. Si los NI-NI se movieran por el mundo sin tirar de la tarjeta del padre o madre, se incrementaría exponencialmente la pobreza social, generándose masas de desocupados y pobres que se arrastraran por calles y asilos públicos de las ciudades, con el riesgo de una descomposición social afectante a la única población que en teoría estaría abierta al futuro. Además, los padres y madres son los responsables últimos de este penoso estado, porque con su actividad procreativa crearon el riesgo específico de existencia de estas generaciones perdidas. No se trata de que por eso tengan que mantener por siempre a sus hijos por la cara, sino de que tienen que soportar, mejor que la sociedad en su conjunto, el riesgo de esta generación perdida; acaso años atrás cogieron el fruto bueno de la paternidad, que la sociedad en su conjunto nunca pudo disfrutar.
En favor del desgraciado padre milita una razón dogmática. El art. 152 CC está desactivado, y ello genera el riesgo de que la obligación de alimentos devenga indefinida en el tiempo, vitalicia. El Ordenamiento jurídico debe proveer mecanismos razonables de salida a estas esclavitudes financieras irredimibles.
Me quedo con lo primero. Cuando el padre pierda recursos, podrá acudir al número 2º del art. 152. En otro caso, a seguir pagando. Porque si no pagan ellos tendrán que pagar los recursos públicos o, como seguramente más ocurre, la pobre madre, a la que se impone un gravamen más por la condición de mujer. ■