
Desde los años 70 del siglo XX, la globalización ha sido el motor que ha marcado el crecimiento y el desarrollo económico a nivel mundial. La liberalización del comercio, la movilidad del capital y la internacionalización de las cadenas de valor fueron promovidas por gobiernos y organismos multilaterales como herramientas para el desarrollo y la competitividad. Ahora bien, este proceso también tuvo consecuencias estructurales profundas en los Estados desarrollados, que se han acentuado en las últimas décadas con un debilitamiento de la capacidad de los Estados para ejercer su soberanía fiscal, un incremento de la evasión impositiva de individuos de altos ingresos y corporaciones multinacionales, y un incremento significativo del nivel de deuda y déficit público que han puesto en crisis el modelo del estado del bienestar.
En el contexto geopolítico actual, con crecientes tensiones regionales, el auge del proteccionismo mediante guerras comerciales y la crisis del modelo de cooperación internacional se puede llevar al mundo actual a una crisis de la globalización (si se quiere, a una suerte de “desglobalización” que cambie el sistema fiscal internacional y, en definitiva, lleve a los Estados a reconstruir sus capacidades fiscales y su sistema de gasto público). Este planteamiento adquiere particular relevancia tanto para países como Estados Unidos, con un creciente nivel de deuda pública y déficit público, como para la Unión Europea y sus Estados miembros, que necesitan hacer frente a los nuevos retos tecnológicos y económicos globales.
El proceso de globalización ha llevado a una apertura progresiva de los mercados financieros y comerciales en los últimos 50 años, todo ello a través de la eliminación de controles de capital, la firma de tratados de libre comercio, convenios para evitar la doble imposición y la reducción de impuestos al capital, promoviendo así la atracción de inversión extranjera. Sin embargo, estos cambios facilitaron también la planificación fiscal agresiva, el traslado artificial de beneficios hacia jurisdicciones con regímenes fiscales favorables y la erosión de las bases imponibles nacionales. De esta forma, se generó una competencia fiscal global que creó una dinámica de movimiento de recursos e inversiones, que ha llevado en las últimas décadas a una crisis de los sistemas tributarios y a la capacidad de los Estados para financiar sus políticas públicas.
Como reacción a estos desafíos, se han producido diversas reacciones en la última década. En el caso de Estados Unidos, la Ley FATCA (Foreign Account Tax Compliance Act) marcó un punto de inflexión al obligar a instituciones financieras extranjeras a reportar información sobre los ciudadanos estadounidenses. A nivel global, la OCDE promovió el intercambio automático de información fiscal entre países y lideró el Proyecto BEPS (Base Erosion and Profit Shifting). Por su parte, la Unión Europea desempeñó un rol destacado mediante la aprobación de la Directiva sobre Cooperación Administrativa (Directive on Administrative Co-operation in the field of Taxation, DAC) y sus sucesivas modificaciones, que han establecido un marco normativo común para el intercambio de información tributaria entre los Estados miembros. En los últimos años, cabe destacar la adopción del Pilar 2 del BEPS 2.0 en el marco de la OCDE —relativo a un impuesto mínimo global para los grupos de empresas multinacionales— que ha sido adaptado por los 27 Estados miembros de la UE a través de la Directiva 2022/2523 del Consejo de 15 de diciembre de 2022. A pesar de estos avances, las reformas fiscales internacionales han sido, en muchos casos, insuficientes o tardías, con una limitada capacidad para incrementar los ingresos públicos.
En el contexto actual, ciertos factores han puesto en crisis la globalización, entre los que destacan eventos como el Brexit, las guerras comerciales, el surgimiento de conflictos regionales, las restricciones migratorias y la pandemia de COVID-19. Todos ellos han desencadenado una reconfiguración del orden económico internacional caracterizado por mayores controles comerciales y financieros.
Este contexto puede llevar a la relocalización de las cadenas productivas, impulsada tanto por motivos económicos como estratégicos, lo que permitiría a los países ejercer una fiscalización más efectiva sobre las actividades empresariales. En paralelo, el uso combinado de mecanismos como la tributación basada en la ciudadanía, los controles de capital y los acuerdos de intercambio automático de información reduce considerablemente las posibilidades de evasión por parte de individuos de altos patrimonios, lo que limitará las condiciones estructurales que habían puesto en crisis el modelo fiscal de los países desarrollados. Asimismo, para garantizar este proceso de transición, sería interesante el fortalecimiento de la recaudación mediante la imposición directa, con la mejora progresiva del IVA y los mecanismos de imposición y recaudación a nivel de la Unión Europea.
Si bien la crisis actual de la globalización supone un reto geopolítico, este ofrece una oportunidad única para reconfigurar la política fiscal y el sistema de gasto público. Así, la Unión Europea y el marco normativo común, más allá de las debilidades existentes y las limitaciones del proceso de integración europea, pueden servir para articular un nuevo marco fiscal que permita hacer frente a los retos económicos globales, la crisis de deuda pública y la reconfiguración del estado del bienestar.
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