
En el ámbito de la contratación pública, una vez adjudicado un contrato, el adjudicatario debe cumplir los términos aceptados al presentar la oferta, así como los contenidos en el contrato, que serán supervisados por la Administración en ejercicio de sus funciones de dirección, inspección y control.
Partiendo de esta premisa, en caso de cumplimiento defectuoso o de incumplimiento de los compromisos contractuales, y siempre que así se haya previsto en el Pliegos de Prescripciones Administrativas Particulares (“PCAP”) o en el contrato, podrán imponerse penalidades al adjudicatario, conforme a lo establecido en el artículo 122 de la Ley de Contratos del Sector Público (Ley 9/2017, de 8 de noviembre).
El propósito de las penalidades es doble: por un lado, cumplen una función preventiva, al disuadir al adjudicatario de incumplir las obligaciones asumidas; y por otro, actúan como un instrumento coercitivo, permitiendo al Órgano de Contratación reaccionar de forma inmediata ante un incumplimiento parcial o una ejecución defectuosa del contrato.
En todo caso, su aplicación se encuentra sujeta a límites por lo que ninguna penalidad individual podrá superar el 10 % del precio del contrato (sin IVA), ni el conjunto de ellas exceder el 50 %.
Ahora bien, ¿cuándo pueden aplicarse estas penalidades? ¿En qué momento del contrato resulta legítima su imposición?
Atendiendo a su naturaleza y conforme a lo señalado por el Tribunal Supremo en su sentencia de 21 de mayo de 2019, las penalidades deben imponerse, en principio, durante la fase de ejecución del contrato. Una vez ejecutado, pierden su función preventiva: ya no pueden influir en el comportamiento del adjudicatario ni reconducir la prestación, por lo que su aplicación comienza a confundirse con una sanción o una forma de resarcimiento económico.
En consecuencia, la aceptación de la prestación por parte de la Administración —con o sin acta de recepción— y sin formular objeciones formales, supone que durante la ejecución no se han detectado incumplimientos que justifiquen una reacción posterior. En ese escenario, imponer penalidades una vez declarado conforme el cumplimiento contractual no solo resulta incoherente, sino que puede vulnerar principios fundamentales como la seguridad jurídica y la confianza legítima del adjudicatario.
Dicho esto, cabe preguntarse si es posible aplicar penalidades una vez finalizado el contrato. La respuesta es afirmativa, aunque con importantes matices.
La jurisprudencia ha admitido que, en determinados supuestos, las penalidades pueden imponerse tras la finalización del contrato. Ahora bien, en estos casos, su función ya no es estrictamente preventiva, sino que se aproxima a un mecanismo de responsabilidad o compensación. Esta aplicación excepcional se limita a aquellos casos en los que el incumplimiento o la ejecución defectuosa se constaten de forma objetiva al término del contrato.
Así, para que la Administración pueda imponer penalidades, una vez finalizado el contrato, deben concurrir ciertos requisitos que aseguren su legitimidad. Los vemos.
El incumplimiento debe ser imputable al adjudicatario, o lo que es lo mismo, debe existir una actuación u omisión claramente vinculada a su responsabilidad durante la ejecución del contrato.
Lo cierto es que nuestro ordenamiento jurídico no contempla la aplicación de penalidades de modo arbitrario y, por tanto, su imposición debe: (i) estar prevista de forma expresa en los pliegos o en el propio contrato; (ii) respetar los límites legales y (iii) tramitarse dentro del procedimiento de liquidación, garantizando el derecho de audiencia del adjudicatario.
Dicho esto, cuando las penalidades sí resultan procedentes, surge una cuestión controvertida: ¿es necesario que exista culpa por parte del adjudicatario, o basta con el incumplimiento objetivo de lo pactado?
La jurisprudencia ha admitido que no siempre es necesario acreditar la existencia de culpa, ya que en determinados supuestos las penalidades pueden aplicarse como expresión de una responsabilidad objetiva, siempre que hayan sido aceptadas expresamente en el contrato.
Este planteamiento resulta especialmente relevante cuando el adjudicatario asume compromisos concretos en su oferta, como puede ser la adscripción de determinados medios personales o materiales. En esos supuestos, no basta con declarar la disponibilidad de recursos, sino que el adjudicatario deberá actuar con diligencia y en coherencia con lo ofertado puesto que la falta de previsión, una planificación deficiente o la inadecuación de los medios pueden justificar la imposición de penalidades, incluso sin dolo o negligencia.
En un sistema donde la responsabilidad puede ser objetiva y las consecuencias económicas relevantes, no basta con la intención de cumplir: es imprescindible estar en condiciones reales de hacerlo. Solo así puede evitarse la aplicación legítima de penalidades.