
La Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero, de medidas en materia de eficiencia del servicio público de justicia, introduce una reforma profunda en el régimen de subastas judiciales electrónicas, con el objetivo de modernizar y agilizar los procedimientos ejecutivos. Sin embargo, su disposición transitoria novena establece claramente que estas modificaciones solo se aplicarán a los procedimientos iniciados a partir del 3 de abril de 2025. La irretroactividad de estas disposiciones, defendida por María José Achón Bruñén en su artículo “Modificación de las subastas judiciales por la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero: deficiencias de la nueva regulación y problemas que va a suscitar” y por Laura Ríos Fernández en su trabajo titulado “La tutela judicial efectiva del acreedor ejecutante tras la reforma de la subasta judicial electrónica. Análisis de la disposición transitoria novena de la Ley Orgánica 1/2025”, protege los principios constitucionales de seguridad jurídica, tutela judicial efectiva y confianza legítima, garantizando que los acreedores ejecutantes no vean menoscabadas sus expectativas legítimas en procedimientos ya en curso. Entiendo que esta interpretación restrictiva es un acierto fundamental, ya que preserva la estabilidad del sistema procesal y evita la arbitrariedad en la aplicación de nuevas normas, aunque plantea desafíos prácticos derivados de la coexistencia de regímenes normativos distintos en un contexto de procedimientos ejecutivos prolongados.
Debe tenerse presente que la Ley Orgánica 1/2025 representa un teórico esfuerzo legislativo por optimizar los recursos judiciales y mejorar la eficacia de los procedimientos civiles, especialmente en el ámbito de la ejecución forzosa. Las subastas judiciales electrónicas, introducidas inicialmente por la Ley 19/2015, marcaron un avance significativo al eliminar barreras geográficas y fomentar la transparencia mediante el uso del Portal de Subastas del Boletín Oficial del Estado. Sin embargo, el sistema anterior enfrentó críticas por problemas como la gestión de plazos, la complejidad en la adjudicación y la devolución de depósitos. La nueva regulación busca abordar estas deficiencias, pero introduce cambios que alteran sustancialmente los derechos del acreedor ejecutante, lo que hace crucial la delimitación de su ámbito temporal de aplicación. Achón Bruñén destaca que, si bien la automatización de plazos y la mayor transparencia son logros de la reforma, medidas como la supresión del derecho de mejora del remate y el incremento del depósito exigido para pujar podrían desincentivar la participación de postores, afectando los resultados económicos para el acreedor.
Ríos Fernández, desde su perspectiva como letrada de la Administración de Justicia, subraya que la reforma impacta directamente en la posición jurídica del acreedor ejecutante, quien pierde prerrogativas esenciales, como la posibilidad de adjudicarse el bien en subastas desiertas (artículo 671 de la Ley de Enjuiciamiento Civil) o de beneficiarse de plazos más flexibles para el pago. Considero que estas modificaciones, aunque orientadas a la eficiencia, podrían comprometer el equilibrio procesal si se aplicaran retroactivamente, ya que el acreedor actúa bajo las reglas vigentes al iniciar la ejecución. La disposición transitoria novena establece que las nuevas normas solo se aplicarán a procedimientos “incoados” a partir del 3 de abril de 2025, lo que plantea un debate sobre el significado de “incoación”. Achón Bruñén argumenta que, conforme al artículo 410 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, la litispendencia comienza con la interposición de la demanda, lo que hace más coherente vincular la aplicabilidad de la norma a esta fecha en lugar de a la admisión, que depende de factores administrativos variables. Esta interpretación asegura que las partes conozcan con certeza las reglas aplicables al iniciar el procedimiento, un principio esencial del derecho procesal.
La Ley Orgánica 1/2025 introduce varias novedades que transforman el régimen de subastas judiciales. Primero, la automatización de plazos procesales, como el cómputo automático para el pago del precio ofrecido o la mejora de postura, elimina la necesidad de resoluciones judiciales intermedias, lo que agiliza el procedimiento pero reduce la flexibilidad del ejecutante. Achón Bruñén señala que esta medida, aunque incrementa la eficiencia, exige una notificación personal al ejecutado, lo que representa un cambio respecto al régimen anterior que permitía notificaciones por publicación en el Boletín Oficial del Estado. Entiendo que este requisito refuerza la transparencia, pero podría complicar la tramitación en casos de ejecutados rebeldes. Además, la reducción del umbral para la mejora de postura al 60% del valor de tasación o la cuantía adeudada, como apunta Achón Bruñén, busca facilitar la enajenación del bien, pero podría limitar los beneficios económicos para el acreedor.
Segundo, la reducción del plazo de pago de cuarenta a veinte días, según el preámbulo de la ley, pretende acelerar la adjudicación y la devolución de depósitos. Sin embargo, Achón Bruñén advierte que esta medida contradice la lógica de la Ley 19/2015, que amplió los plazos para fomentar la participación de postores. Lo anterior me lleva a considerar que un plazo más corto podría disuadir a licitadores con limitaciones de liquidez, afectando la concurrencia y, por ende, el valor de realización del bien. Ríos Fernández coincide en que esta restricción, junto con el incremento del depósito al 20% del valor de tasación (con un mínimo de mil euros), podría excluir a postores potenciales, especialmente aquellos que dependen de financiación externa. La exigencia de un depósito más elevado, aunque destinada a garantizar la seriedad de las pujas, podría reducir la competencia y perjudicar al acreedor, quien depende del éxito de la subasta para satisfacer su crédito.
Tercero, la supresión del derecho de mejora del remate, previsto en el artículo 671 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, es una de las modificaciones más controvertidas. Como explica Ríos Fernández, esta medida obliga al acreedor a participar como un postor más desde el inicio de la subasta, eliminando la posibilidad de adjudicarse el bien tras una subasta desierta. Asumo que esta pérdida de prerrogativas debilita la posición del acreedor, quien ya no cuenta con un mecanismo de cierre para garantizar la satisfacción de su crédito. Además, la introducción de pujas secretas, donde las ofertas no se conocen hasta el cierre de la subasta, incrementa la incertidumbre para el ejecutante, quien pierde control estratégico sobre el procedimiento. La combinación de estas medidas, como advierten ambas autoras, podría resultar en la frustración de la ejecución si no se presentan postores o si las pujas no alcanzan el umbral mínimo del 50% del valor de tasación (o 40% si la deuda es inferior).
Cuarto, la eliminación de la comparecencia para la cesión del remate y de la posibilidad de pago aplazado simplifica la tramitación, pero reduce las opciones del adjudicatario. Achón Bruñén destaca que estas medidas, aunque agilizan el proceso, endurecen las condiciones de participación, lo que podría desincentivar a postores con solvencia a corto plazo pero sin liquidez inmediata. Parece necesario que estas restricciones sean reevaluadas en futuras reformas para equilibrar la eficiencia con la maximización de la concurrencia, que es crucial para proteger los intereses del acreedor.
La disposición transitoria novena de la Ley Orgánica 1/2025 establece que las nuevas normas solo se aplicarán a procedimientos iniciados a partir del 3 de abril de 2025, lo que refleja un compromiso con el principio de irretroactividad. Ríos Fernández argumenta que aplicar la reforma a ejecuciones previas violaría los principios de seguridad jurídica, legalidad y confianza legítima, consagrados en el artículo 9.3 de la Constitución Española. La autora cita la Sentencia del Tribunal Constitucional 182/1997, que distingue entre retroactividad auténtica, que afecta a situaciones consumadas y solo se justifica por un interés general cualificado, y retroactividad de grado medio, que incide en situaciones jurídicas no concluidas y requiere una ponderación cuidadosa. En el contexto de las subastas judiciales, donde se ventilan derechos patrimoniales consolidados por una resolución procesal firme, considero que la retroactividad de grado medio sería desproporcionada, ya que alteraría las expectativas legítimas del acreedor ejecutante.
Achón Bruñén subraya que el término “incoados” en la disposición transitoria novena debe interpretarse como la fecha de interposición de la demanda, conforme al artículo 410 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que marca el inicio de la litispendencia. Esta interpretación evita que la aplicabilidad de la norma dependa de la admisión de la demanda, un acto administrativo sujeto a la carga de trabajo de los juzgados. La autora compara esta redacción con la del Real Decreto-ley 6/2023, que también vinculó la aplicabilidad de las reformas a la “incoación”, entendida como la presentación de la demanda. Lo anterior me sugiere que el legislador ha optado conscientemente por un criterio de irretroactividad, aprendido de experiencias normativas previas, para garantizar la predictibilidad del sistema procesal.
El Acuerdo de los Letrados de la Administración de Justicia de Valencia de 28 de mayo de 2025, propone aplicar las modificaciones de la Ley Orgánica 1/2025 a todos los procesos de ejecución en trámite, independientemente de la fecha de la demanda, argumentando que la finalidad de la reforma es perfeccionar un sistema que beneficia a todos los acreedores, incluidas las Administraciones públicas. Ríos Fernández critica esta postura, señalando que contradice la literalidad de la disposición transitoria novena y genera incertidumbre normativa. La autora advierte que una interpretación extensiva sacrificaría la seguridad jurídica en favor de una supuesta eficiencia, comprometiendo los derechos del acreedor ejecutante, quien actúa bajo las reglas vigentes al iniciar el procedimiento. Entiendo que esta crítica es fundamentada, ya que la aplicación retroactiva alteraría el equilibrio procesal y podría frustrar la ejecución en casos donde el acreedor confiaba en mecanismos como el derecho de mejora del remate.
Achón Bruñén refuerza esta posición al señalar que precedentes normativos, como las disposiciones transitorias de las Leyes 13/2009, 19/2015 y 42/2015, han respetado la irretroactividad, aplicando las reformas solo a fases ejecutivas no iniciadas. La autora argumenta que la disposición transitoria sexta de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000 permitió la aplicación de nuevas normas a procedimientos en curso solo para actuaciones pendientes, un criterio que no se repite en la Ley Orgánica 1/2025. Este contraste sugiere que el legislador optó deliberadamente por un régimen transitorio más restrictivo, consciente de las posibles disfunciones de una aplicación retroactiva. Lo anterior me obliga a deducir que la interpretación restrictiva es la más coherente con el texto legal y los principios constitucionales.
La coexistencia de dos regímenes normativos, aunque compleja, es una práctica habitual en el derecho procesal español, como demuestra la aplicación del Real Decreto-ley 6/2023 en materias como la competencia funcional para recursos de apelación. Ríos Fernández destaca que esta dualidad, aunque pueda generar desafíos en juzgados con alta carga de trabajo, es un precio necesario para respetar la seguridad jurídica. La autora señala que en muchos juzgados, especialmente los más antiguos, los procedimientos ejecutivos pueden prolongarse durante décadas, lo que plantea la pregunta de si sería razonable aplicar normas derogadas en subastas solicitadas años después de la entrada en vigor de la reforma. Considero que esta preocupación, aunque válida, no justifica una interpretación extensiva, ya que la certeza normativa debe primar sobre la conveniencia práctica.
La disposición derogatoria única de la Ley Orgánica 1/2025, que anula normas incompatibles con la propia norma, no habilita una aplicación retroactiva, ya que no identifica preceptos específicos que justifiquen tal extensión. Achón Bruñén subraya que esta cláusula genérica no puede interpretarse como una autorización tácita para alterar el régimen transitorio, ya que hacerlo violaría el principio de legalidad. La autora también advierte que la redacción del término “incoados” podría generar confusión, pero la referencia al artículo 410 de la Ley de Enjuiciamiento Civil proporciona una solución clara al vincular la aplicabilidad de la norma a la interposición de la demanda.
Resulta indispensable que en futuras reformas se clarifique el concepto de “incoación” para evitar ambigüedades, asegurando una aplicación predecible de la norma. La coexistencia de regímenes normativos, aunque compleja, es una práctica aceptada en el derecho procesal español, como se puede demostrar con el Real Decreto-ley 6/2023. Lo anterior me lleva a considerar que la interpretación restrictiva de Achón Bruñén y Ríos Fernández es la más adecuada para proteger al acreedor ejecutante y mantener la estabilidad del proceso.