
Un socio solicita información sobre las cuentas de la empresa o pide que se convoque una junta general. El administrador se niega. La tensión sube y el socio decide denunciar los hechos… ¿debe resolverse esta disputa en un juzgado mercantil o en un juzgado penal?
Elegir el cauce adecuado no es un simple trámite. El artículo 293 del Código Penal prevé que los administradores que, sin causa legal, nieguen o impidan a un socio ejercer sus derechos de información, de participación en la gestión, de control de la actividad social o de suscripción preferente de acciones, puedan ser castigados con una multa de seis a doce meses. A primera vista, el precepto parece una garantía para el socio minoritario. Pero en realidad plantea un problema de fondo: supone un adelantamiento de las barreras de protección propias del Derecho Penal, entrando en un terreno que ya está regulado por la legislación mercantil.
La doctrina ha sido crítica con esta figura desde su introducción en el Código Penal en 1995. Incluso el borrador de 1992 exigía que la conducta fuera “maliciosa y reiterada”, lo que indicaba una voluntad de castigar únicamente los casos más graves. La supresión de estos términos en el texto definitivo abrió la puerta a que cualquier negativa puntual pudiera ser denunciada como delito.
La preocupación no es menor: si cualquier incumplimiento de los deberes de información se convierte en delito, se corre el riesgo de que los tribunales penales se saturen con conflictos que podrían resolverse en sede mercantil, donde existen mecanismos específicos: desde la posibilidad de requerir formalmente al administrador hasta la impugnación de acuerdos sociales o la exigencia de responsabilidad civil/mercantil. Además, la Ley de Sociedades de Capital es más exigente que el propio tipo penal, pues en algunos casos requiere que se acredite un daño patrimonial para que prospere la acción en sede de lo mercantil.
Por eso, tanto la doctrina como la jurisprudencia han apostado por una interpretación restrictiva del artículo 293 CP, que limite su aplicación a los supuestos verdaderamente graves. Los jueces insisten en que debe existir una negativa clara y manifiesta que impida de forma efectiva el ejercicio de los derechos del socio. También suelen exigir que este haya solicitado previamente el ejercicio de esos derechos de forma fehaciente —por ejemplo, mediante burofax o requerimiento notarial—, y en ocasiones incluso que se hayan agotado previamente las vías extrapenales. Se trata de aplicar el principio de intervención mínima: el Derecho Penal debe ser, decimos los penalistas, la ultima ratio: el último recurso al que acudir, “el Derecho penal siempre llega tarde”, decía el Profesor Günter Jakobs, un eminente penalista alemán.
Y es que acudir a la vía penal no es inocuo. La elección de este cauce implica un listón probatorio y de tipicidad muy alto. La jurisprudencia ha optado por una interpretación de mínimos del artículo 293 CP y solo admite el reproche penal cuando la negativa del administrador es clara, manifiesta y limita de forma efectiva el estatus del socio; aportaciones incompletas o incumplimientos no persistentes se consideran atípicos (no delictivos, carentes de relevancia penal). Eso se traduce en una altísima probabilidad de inadmisión o absolución cuando el conflicto podría resolverse por cauces mercantiles.
Además, para que prospere siquiera el examen penal, los tribunales exigen, como hemos dicho, que el socio haya solicitado previamente el ejercicio del derecho de forma incuestionable. Si no se acredita ese requerimiento, la probabilidad de sobreseimiento y archivo de la causa es elevada. Incluso existe una línea que restringe aún más el delito reclamando el agotamiento previo de los mecanismos extrapenales, en aplicación del principio de intervención mínima: si el orden mercantil ofrece remedios eficaces, el ius puniendi: el monopolio de la violencia penal debe permanecer a la retaguardia. Aunque ese agotamiento no es una condición objetiva de la punibilidad, en la práctica actúa como un fuerte dique a la criminalización del conflicto societario.
A todo ello se suma que, aun cuando el tipo no exige lesión patrimonial, parte de la jurisprudencia —minoritaria— demanda “idoneidad lesiva” para el patrimonio del socio, elevando aún más el umbral penal y reforzando que este cauce se reserve a supuestos verdaderamente dañinos. Los datos lo confirman: de más de una veintena de resoluciones revisadas desde 2019, solo dos han terminado en condena. La mayoría de los procedimientos se archivan o terminan en absolución.
El precio es alto: enfrentarse a un procedimiento penal, aunque acabe en absolución, puede tener un impacto devastador en la reputación del administrador y en la estabilidad de la empresa. La simple interposición de una querella puede paralizar decisiones estratégicas, afectar la confianza de inversores, deteriorar la imagen de la sociedad y generar tensiones internas difíciles de recomponer. Canalizar el desacuerdo por la vía penal rara vez añade eficacia respecto de los remedios societarios, pero sí introduce un desgaste personal, económico y reputacional que puede poner en riesgo la continuidad del proyecto empresarial.
El resultado es que este delito ha quedado reservado, como es natural, para las conductas más graves, especialmente aquellas en que la negativa del administrador se inserta en un contexto de ocultación de información que encubre prácticas desleales o fraudes que afectan al patrimonio de la sociedad. En esos casos, la sanción penal sí cumple una función preventiva y ejemplarizante, protegiendo el correcto funcionamiento de los órganos de gobierno de la sociedad.
El debate sigue sobre la mesa: ¿debe el legislador mantener este tipo penal tal y como está redactado, o debería vincularlo de forma más clara a la existencia de un perjuicio patrimonial? Lo cierto es que la interpretación restrictiva de la jurisprudencia ha evitado, de momento, una expansión descontrolada del ius puniendi. Pero el riesgo persiste.