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30/04/2024. 07:13:43

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Cuando la sal pierde su sabor …

Profesor de Investigación del CSIC

A. J. Vázquez Vaamonde

Ante las palabras significaban lo que significaban. Siempre hubo eufemismos, pero se reconocían como tales y se apreciaban porque hacían menos estridente la conversación libre de palabras violentas. Pero tras la generalización de las expresiones políticamente correctas y de las expresiones socialmente incorrectas han perdido todo su valor. El resultado es que ahora ya no sabemos lo que significan las palabras.

Sólo una vez en mi vida, tendría catorce años, oí decir a mi padre "c…", permítanme que ponga puntos en las letras que no quiero escribir. Acto seguido dijo: "perdona". Por supuesto, ninguna mujer decía antes un taco. Hoy me vería en cuentas para decidir qué colectivo es peor hablado: el de las mujeres o el de los varones.

Al margen de la soez vulgaridad que revelan, las palabrotas han adquirido un valor en sí mismas que no guarda ninguna relación con su literalidad. No es infrecuente oír a una joven decir "entonces le dije: ¡no me toques más los c……" o a otra comentar "se me pusieron aquí", señalando el cuello. En este caso pienso que hasta es posible que se ignore el significado de la expresión, como le ocurre al niño que dice "me c… en diez!, ignorando que diez es la palabra que substituye a Dios, blasfemia que, sin duda, le horrorizaría saber que esta pronunciando ¡en plan "fino"!, como esas señoras que dicen "coñe" y que resultan tan divertidas en su ingenuidad

Hace algunos años me comentaba un compañero su sorpresa porque haciendo una chapuza en su casa un padre y un hijo, aquel le dijo a éste, "¡venga, hijo de p…, tráeme el martillo de una vez!" Es evidente que no existía la menor intención del padre de agraviar a su esposa, ni a la madre de su hijo, que eran la misma persona. La forma se había liberado de su contenido.

Hace menos años, llevando a mi hija pequeña al colegio me dijo "el que escribió eso, además de un gamberro mal educado es analfabeto". Miré a la pared donde aparecía escrito "c…..". "Se olvidó de poner el acento en la o", añadió. Esa anécdota me recordó la primera vez que estuve en Copenhague. Al pasar por delante de un kiosko en el que abundaban las revistas con desnudos femeninos vi a dos niños de unos catorce años discutiendo sobre unos comic que también había expuestos.

Todo este preámbulo viene motivado por la reciente sentencia en la que, según parece, zorra no significa p…, sino astuta. Sin duda hay un ámbito de relaciones en las que éste puede ser el sentido que se dé a las palabras, pero no es menos cierto que en otro contexto su sentido ni es biológico y la metáfora es la del puro insulto.

Sin duda es difícil, aun siendo testigo de lo sucedido – suele ser sólo un capítulo de una historia antigua – valorar la discusión en cuanto a su calidad musical – es decir, la intensidad, tono y timbre – y deducir si hay improperio, amenaza, etc. Tampoco es muy sencillo llegar a averiguar si las imprecaciones fueron el resultado de un exabrupto, de una irritabilidad permanente o concreta, ni en qué medida el destinatario de esas expresiones provocó en mayor o menor medida a su autor.

Todos conocemos a personas capaces de decir cosas que destemplan al cónyuge, compañero o vecino sin que se les mueva ni un pelo, ni suban el tono de voz, que no en vano se dice "no hay puñal más afilado que la palabra". El resultado es que se genera una agresión donde el agresor, por la desmesuradas (¿) reacción objetiva del agredido, se convierte en el agredido. Lo habitual, sin embargo, es que ambas partes tengan su cuota de culpa, pero distinguir su magnitud o si, en verdad "¡empezaste tu!", no es fácil.

Si hay algo difícil en la vida social es la convivencia derivada de la proximidad: el vecino – ¡el de arriba siempre echándonos agua y el de abajo quejándose siempre de que se la echamos – el trabajo, la familia y la más estrecha del matrimonio. En este mismo sentido crecen las broncas que se pueden montar en intensidad y profundidad y en el mismo sentido suelen resolverse con mayor facilidad.

Toda convivencia, en particular la conyugal, pude llegar al punto que los pilotos de aviones llaman "de no retorno". Ya no cabe enmendar el vuelo y volver al aeropuerto de partida; es necesario seguir hasta el final. Las actitudes de los dos pilotos pueden ser las de retornar al punto de salida y reanudar un viaje tranquilo, o las de llegar cuanto antes al destino y "cambiar de compañía". Si hay discrepancias hay un terrible riesgo.

En esa situación, ¿qué valor tienen las palabras?; ¿deben de tomarse al pie de la letra, dándoles el valor objetivo que tiene?; ¿deben de minimizarse en su tenor literal aliviando el sentido que coyunturalmente poseen?; ¿cómo se pueden valorar las condiciones de contorno?. ¿En qué medida no transfiere uno su propia experiencia al conflicto?

Todo es difícil. Por ello se exige al juez una preparación profesional elevada. De su decisión se deducirán consecuencias graves para la parte ofendida, si no recibe la protección a la que constitucionalmente tiene derecho, o para la parte ofensora que recibirá una sanción desmedida por un "calentamiento de boca" diciendo lo que no quería decir y que, incluso, no pensaba.

Frente a la valoración estadística de que la violencia de palabra suele preceder a la violencia de obra y de que el número de mujeres agredidas por sus parejas es notable – por inferior que sea al de homicidios de tráfico en carretera o de homicidios capitalistas en el "tajo" – hay que considerar que cada caso es un caso distinto y que las partes no quieren justicia estadística, sino justicia específica.

Pese a todo, a la vista de la información que nos ha dado la prensa,- ¿cuántos intermediarios hubo entre los hechos y la noticia que leímos? – parece fuera de toda duda que las calificaciones de "zorra" ni eran biológicas, ni pretendían alabar las virtudes de la destinataria utilizando una metáfora valorativa.

¿Cuál es la solución a este conflicto?. Quizá hubiera sido mejor reconocer el verdadero sentido de las palabras y minimizar la intencionalidad atribuyéndola a obcecación transitoria en el caso de que las condiciones de contorno no permitan apreciar una situación de obcecación permanente, que obligarían a otra valoración.

Ahora, desde el tercer piso de mi casa estoy oyendo toda clase de insultos entre dos personas que, adecuadamente contenidos los retos que se lanzan por los que les rodean. Felizmente ha acabado como el estrambote del soneto: "Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, ¡fuese!, y no hubo nada".

Juzgar, de sus manifestaciones objetivas, las intenciones de las personas no siempre es fácil. No hacerlo, esperando que todo sea menos importante de lo que parece, es un riesgo para la parte más débil. Educar en la convivencia y en el respeto a los demás es lo que hay que esperar de nuestros padres y de nuestros maestros. Por ello no deben regatearse recursos para que los padres puedan conciliar su vida laboral y familiar y para que los maestros y profesores tengan tiempo suficiente para dar su atención individualizada a cada uno de sus alumnos, educándolos en la convivencia.. Pero eso es una tarea de políticos, no de jueces.

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