El abogado, ya sea de un pequeño despacho o más grande, a diario se encuentra con el dilema de si éste o aquél asunto lo mete al juzgado, o no. A veces, y ante un caso perdido de antemano, no es sencillo convencer al cliente de que presentar una demanda va a significar una pérdida en todos los sentidos –de tiempo, de honra, y de dinero-. Sin embargo, sería bueno tener un medio objetivo para poder convencer al cliente de que la demanda no prosperará, y que sería bueno acudir a la negociación o al arbitraje.
Pleitear no es siempre bueno, y usted, abogado, lo sabe. Muchas veces un cliente entusiasta, excesivamente enfadado, o erróneamente aconsejado; se envalentona en algo que no tiene muchos visos de prosperar.
Por mucho que se quiera hacer ver al cliente que aquello no tiene mucho sentido, no ya únicamente porque la intención sea errónea o estrambótica, sino porque sepamos que la jurisprudencia va por otro camino; a veces vamos a juicio, sin muchas ganas.
Todo ello genera un fenómeno que en España está creando problemas, y al que nos hemos referido la semana pasada, la litigiosidad excesiva. Esa litigiosidad le hace un flaco favor no sólo al profesional, porque pierde tiempo y seguramente un cliente, sino al sistema, ya que se ensucia innecesariamente con casos que podrían dirimirse a través de otros medios.
Con cierta frecuencia hacemos referencia aquí al arbitraje y a la mediación. Estos medios, no son de segunda categoría, ni dan una solución no satisfactoria, o satisfactoria a medias.
Ahora bien, en el despacho, ¿tenemos medios objetivos para disuadir a un cliente de ir a juicio?, ¿hay cultura negociadora?. Tal y como están las cosas, mejor sería crearla.