
El reciente auto de transformación de diligencias previas en procedimiento abreviado dictado por el magistrado de la Sala Penal del Tribunal Supremo, Ángel Luis Hurtado, contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, y la Fiscal Jefe Provincial de Madrid, Pilar Rodríguez, por un presunto delito de revelación de secretos, plantea una cuestión de trascendencia jurídica y ética y ya disparó antes del dictado del auto de apertura del juicio oral. La apertura de un juicio oral contra el Fiscal General por cualquier delito, independientemente de su naturaleza, constituye un hecho de tal gravedad que resulta incompatible con su continuidad en el cargo. Entiendo que este caso, que implica la filtración de un correo electrónico con información sensible sobre un ciudadano, pone en evidencia la necesidad de establecer un mecanismo de cese automático para preservar la integridad del Ministerio Fiscal, sin que ello obste a que el Fiscal General pueda renunciar o ser cesado en cualquier momento por otros motivos, aunque no resulte exigible antes del auto de apertura del juicio oral.
El artículo 124 de la Constitución Española consagra al Ministerio Fiscal como garante de la legalidad, los derechos de los ciudadanos y el interés público, actuando bajo los principios de legalidad e imparcialidad. El Fiscal General, como máxima autoridad de esta institución, debe encarnar estos principios con una conducta irreprochable, dado su rol de liderazgo jerárquico. La Ley 50/1981, en su artículo 30, refuerza esta exigencia al otorgarle el carácter de autoridad en todo el territorio español, lo que implica un estándar de ejemplaridad que no admite fisuras. En el caso presente, el auto del magistrado Hurtado señala que el Fiscal General facilitó a un medio de comunicación el contenido confidencial de un correo del 2 de febrero de 2024, enviado por el abogado de un ciudadano investigado, con datos sensibles protegidos por criterios de reserva. Esta conducta, confirmada indiciariamente, vulnera el deber de confidencialidad inherente al cargo y compromete la confianza en la institución. Lo anterior me sugiere que la apertura de un juicio oral por cualquier delito, no solo por revelación de secretos, genera una incoherencia insalvable: el fiscal encargado de un juicio no puede depender jerárquicamente de un acusado, pues ello socava la imparcialidad del proceso.
Asumo que la permanencia del Fiscal General en su cargo tras la apertura de un juicio oral, independientemente del delito imputado, resulta insostenible. La estructura jerárquica del Ministerio Fiscal, regulada en el artículo 124.2 de la Constitución, implica que los fiscales actúan bajo la dirección del Fiscal General, lo que crea un conflicto estructural si este es el acusado. En el caso concreto, el auto destaca que el Fiscal General, en colaboración con la Fiscal Jefe Provincial de Madrid, filtró información reservada para influir en el debate público, respondiendo a indicaciones externas. Además, el borrado de información de sus dispositivos móviles, según el magistrado, obstaculizó la investigación, agravando la percepción de incumplimiento de sus deberes. Ello me obliga a deducir que la continuidad de un Fiscal General procesado menoscaba la credibilidad del Ministerio Fiscal y pone en riesgo el derecho de defensa de los afectados. Sin embargo, considero que exigir un cese antes del auto de apertura del juicio oral sería prematuro, ya que los indicios deben consolidarse en esa fase procesal, sin perjuicio de que el Fiscal General pueda renunciar o ser cesado por otras causas en cualquier momento.
La Ley 50/1981, en su artículo 31, enumera las causas de cese del Fiscal General, incluyendo el “incumplimiento grave o reiterado de sus funciones”. Entiendo que la apertura de un juicio oral por cualquier delito constituye, por definición, un incumplimiento grave, pues compromete los principios de legalidad e imparcialidad que rigen la institución. Aunque la norma no establece explícitamente el cese automático en este supuesto, una interpretación teleológica de la ley y la Constitución lleva a concluir que la continuidad en el cargo es incompatible con la función del Ministerio Fiscal. La incoherencia de que un fiscal procesado dirija a los fiscales encargados de su propio juicio refuerza esta conclusión. Propongo, por tanto, una reforma del artículo 31 para incluir el cese automático del Fiscal General al dictarse el auto de apertura de juicio oral por cualquier delito, como medida para proteger la integridad institucional. Esta reforma no limitaría la posibilidad de renuncia voluntaria o cese por otras causas en cualquier momento, pero garantizaría una respuesta inmediata ante un hito procesal que confirma indicios suficientes de responsabilidad penal.
La filtración del correo del 2 de febrero de 2024, según el auto, no solo violó el protocolo de conformidad entre la Fiscalía y el Consejo General de la Abogacía, sino que también tuvo un propósito político, al buscar contrarrestar una narrativa mediática. Esta acción, al margen de su ilicitud penal, compromete el prestigio del Ministerio Fiscal y su función constitucional de velar por el interés público. La apertura de un juicio oral, al consolidar indicios de un delito, exige una respuesta que trascienda el caso concreto y siente un precedente claro. Permitir que un Fiscal General procesado permanezca en el cargo generaría un daño irreparable a la confianza ciudadana en la justicia. La reforma propuesta aseguraría que la institución no se vea comprometida por la conducta de su titular, preservando su rol como pilar del Estado de Derecho.
En resumidas cuentas, la apertura de un juicio oral contra el Fiscal General del Estado por cualquier delito, como ocurre en el caso de Álvaro García Ortiz, hace insostenible su continuidad en el cargo. La incoherencia de que un fiscal acusado dirija jerárquicamente a los fiscales encargados de su juicio, sumada al menoscabo del prestigio institucional, justifica plenamente el cese automático. La reforma del artículo 31 de la Ley 50/1981 es una medida urgente para garantizar que el Ministerio Fiscal cumpla su mandato constitucional, sin que ello impida una renuncia o cese previo por otras vías, aunque no sea exigible antes del auto de apertura del juicio oral. Solo así se protegerá la legalidad, la imparcialidad y la confianza en una institución esencial para la justicia.