La autora sale en defensa de los animales oponiéndose al uso de expresiones poco acertadas, por más que hayan sido aprobadas por las Reales Academias de la Lengua.
Ya podemos insultar a alguien llamándole «animal de bellota» con la aprobación de las 22 Reales Academias de la Lengua, que, en fecha reciente han admitido el uso de ésta y otras expresiones coloquiales, como prueba de que el idioma sigue vivo y se renueva constantemente. La cuestión está en por qué asimilamos la expresión «animal de bellota», es decir el cerdo -que hoy en día se alimenta raramente de ese manjar-, a la condición de una «persona ruda y de poco entendimiento». Los cerdos tienen, está científicamente demostrado, una inteligencia muy desarrollada, una capacidad de percepción altísima y una compatibilidad genética con la especie humana que les hace aptos para la experimentación con transplantes de órganos. Del cerdo, del que todo se aprovecha: «¡loor al cerdo que no tiene desperdicio!», decía el inolvidable crítico de cine Alfonso Sánchez con su voz cascada, para alabar la calidad de las películas de determinado festival cinematográfico, se podrán decir muchas cosas (la voz cerdo tiene una altísima sinonimia), pero no que tiene poco entendimiento. Los cerdos, como muchos de los animales que van a ser sacrificados, huelen la muerte y gritan de pavor. Existe probablemente el silencio de los corderos, pero también los terneros, separados de sus madres, cuando entran en el matadero lloran de miedo y, en la distancia, parecen bebés gimiendo a coro.
Nuestro lenguaje está plagado de expresiones despectivas y de algún insulto directo que utiliza a los animales como vehículo de expresión: ¡burro!, desasnar, lagarta, mono de feria, hijo de perra, animal, animal de cuatro patas, perra vida -el «mondo cane» en versión italiana-, el sonido «uh, uh, uh», de alto contenido racista, y tantas otras que ahorro al lector. Resulta extraño pensar que los animales forman parte de nuestro mundo, pero los ignoramos y, desgraciadamente, sólo los usamos. En nuestro subconsciente late su condición de «cosas», tal como el sistema jurídico continental los considera desde la concepción romana de los mismos. Y ese dato, tan poco relevante en apariencia, tiene consecuencias insospechadas. El propietario de algo, de una cosa, no tiene que justificar su comportamiento como dueño de la misma, la usa, la disfruta, se deshace de ella: la vende, la abandona, la destruye, o la maltrata. La legislación de la mayoría de los países (salvo Austria y Alemania), partiendo de esa concepción cosificada de los animales, tiende a protegerlos del maltrato y eso ya es un paso importante. Pero no es suficiente. Los animales, considerados como productos, tienen una protección limitada a su condición de tales.
Los avances científicos no sólo recientes, sino desde Darwin, vienen demostrando que los animales son seres sensibles («sentient beings»). Jeremy Bentham (1748-1832) sostenía que, si bien no pueden razonar o hablar, sí pueden sentir, al igual que defendía la igualdad de derechos de las mujeres, la libertad de expresión, la abolición de la esclavitud, el comercio libre o la descriminalización de la homosexualidad. Todo ello trabajosas conquistas que se han logrado muchos siglos después de que el filósofo y jurista inglés, uno de los padres del liberalismo, las defendiera como postulados irrenunciables de «una vida mejor para todos» («the greatest happiness to the greatest number»).
Que una nueva mentalidad que considera a los animales como seres sensibles está abriéndose paso, paulatinamente, también en España, parece fuera de duda; pero del rechazo de la violencia hacia los animales a adaptar nuestras leyes a su condición de seres sensibles y a insertar el Bienestar Animal en nuestro ordenamiento jurídico y en las enseñanzas que se imparten de manera ordinaria en nuestros planes de estudio, media un largo trecho que habrá que ir recorriendo, sin prisas pero sin pausas.