Vivimos tiempos confusos en los que, desde un punto de vista estrictamente jurídico, mirar atrás produce vértigo y mareos.
Ya no es el simple hecho de que los nacidos en la segunda parte del siglo pasado y que accedimos a los estudios de Derecho bajo el manto constitucional estemos rodeados de personas, los nativos digitales, dotados de unas habilidades que nosotros hemos incorporado de forma parcial y no sin titánicos esfuerzos. Es que pilares básicos sobre los que se apoyaban nuestras convicciones jurídicas están, sencillamente, desaparecidos.
Es el caso de la tradicional distinción entre derecho privado y derecho público tan clara y evidente hasta no hace demasiado tiempo, frontera que, como las de los Estados miembros de la Unión Europea (el espacio Schengen) se ha ido diluyendo, sin que nadie nos advierta del paso de un estado a otro o de un tipo de derecho a otro.
Años atrás hizo fortuna entre los iuspublicistas la expresión, huida del derecho público. Y es que para algunos de los obligados a transitar por la senda que marcaban ese tipo de normas, las de derecho público (en especial las administrativas), el camino se les hacía especialmente angosto, tortuoso, y se sentían encorsetados. El problema es que había demasiados representantes públicos que se sentían asfixiados por ese corsé, que no hacía sino poner límites a lo que ellos querían hacer (o deshacer). Lo que nos llevó al uso (más bien abuso) de instrumentos y figuras que permitieran al político de turno (aunque los turnos en ocasiones tendieran a consolidarse en el tiempo), respirar con libertad y poder hacer aquello que las caducas y trasnochadas normas que regían la res pública (me refiero a la cosa pública y no a una forma de gobierno) le impedían. Fueron las épocas de gloria de formas de servicio alternativas, como las fundaciones públicas y las sociedades semipúblicas (o impúdicas), como forma de hacer y sobre todo, gastar en aquello, y de una forma, que resultaba vedado con las inconvenientes e inadecuadas normitas administrativas que no eran más que obstáculos al buen hacer… Para mi tengo que, de aquellos polvos, estos lodos, pues no resulta difícil ver la conexión entre determinadas formas de actuar y los resultados obtenidos en la gestión de los dineros públicos.
Al lado de ese fenómeno se puede empezar a percibir el contrario. Y es que al derecho privado le están saliendo sarpullidos de público. No resulta fácil admitir, como primer paso para comprender, que el sacro santo principio de la libertad de pactos sobre el que se asienta el derecho privado tiene límites y que esa previsión que, entre nosotros, se efectúa en el artículo 1.255 del Código Civil, aquello de que "los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, la moral, ni al orden público". Resulta a que va a tener más sentido práctico, que el de una mera cláusula de estilo y que lo de la autonomía de la voluntad, vamos a tener que reinterpretarlo.
Ahora resulta que todo aquello de los contratos masa, de las condiciones generales de la contratación, de la letra pequeña… no va a ser una cosa tan de las partes firmantes y que el derecho privado no va a ser tan privado. A fin de cuentas esto es lo que está pasando con el derecho del consumo y su interpretación en las que cada vez incide más, más profundamente y con más fuerza el derecho público. Estamos pasando del inicial alborozo con el que se recibió esa corriente de aire fresco que nos llegaba desde Europa (y de manera particular desde el Tribunal de Justicia de la Unión Europea), a una creciente preocupación de quienes, acostumbrados al confort de un inmutable Código Civil y media docena de leyes especiales, comienzan a sentir que las turbulencias en su espacio de trabajo son cada vez más intensas, y que alguno de los dogmas sobre las que se ha asentado su trabajo se están diluyendo, cuando no han desaparecido. Y, de repente, hay que leer (e intentar entender) normas que llegan de más allá de nuestras fronteras y sentencias que sin resolver siquiera asuntos nacionales, lo ponen todo del revés. Bienes de consumo, servicios, arrendamientos, productos bancarios… ni las sagradas hipotecas quedan a salvo de esta locura jurídica. Vivimos tiempos de cambio que, para algunos, parecen de oportunidad. Y para todos, de incertidumbre e inseguridad.
El resultado es que los que no habían querido saber del derecho público y pretendían haberle dicho adiós cuando terminaron sus estudios, de nuevo se tropiezan con él. De igual manera que los ingenuos que pretenden no necesitar del derecho privado en su trabajo.
Porque en el mundo del derecho, como en el mundo real, lo público y lo privado se necesitan. Es una relación dialéctica de amor – odio solo comparable a la que en el fútbol une y separa a determinados equipos. Porque nada es estrictamente privado o público. Ni la propiedad privada es totalmente privada, ni el dominio público se puede entender sin el servicio que con él se presta a los particulares.
El problema es que siempre ha habido (y habrá) pliegues y dobleces en los que retorcer las normas, sean del tipo que sean, para poder esquivar controles, eludir responsabilidades y echarle la culpa a otro. Y eso une a las normas, por mucho que, con buen criterio, las queramos calificar como derecho público o privado, y es que ni el derecho público era tan público ni el privado tan privad.
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