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26/04/2024. 12:38:09

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Estado de alarma, alarma constitucional

Doctor en Derecho.
Vocal del Tribunal Administrativo de Navarra.

Los padres de la Constitución de 1978, después de cuarenta años de dictatura, quisieron hacer un texto muy garantista de los derechos humanos. Se inspiraron en otras constituciones que también habían reaccionado contra los regímenes totalitarios derrotados en 1945. Pero la voluntad humana es débil, las buenas intenciones flaquean ante las dificultades y, después de otros cuarenta años, padecemos de cierta fatiga constitucional. La Norma Fundamental se va fosilizando por la resistencia, por puros intereses partidistas, a abril el melón de su reforma y actualización. Las costuras le aprietan cada vez más y sus disposiciones resultan cada vez menos útiles para resolver los problemas del presente. El prestigio del Tribunal Constitucional, su más alto guardián, decae por su politización y la declinante calidad de sus resoluciones, comparando con tiempos pretéritos, y similar dolencia aqueja al Poder Judicial. La garantía de los derechos fundamentales, y no solo de los económicos y sociales que siempre fueron el pariente pobre, se ve plagada de brechas y zonas oscuras. En cuanto al Estado autonómico, tan obvio como que se completó una amplia descentralización es que no se ha culminado con mecanismos eficaces de coordinación y vías de participación de las comunidades autónomas en la gestión de los intereses comunes. No hemos seguido los buenos ejemplos de otros Estados compuestos, federales o regionales. Por el contrario, conservamos un Título VIII repleto de artículos con carácter transitorio que hoy resultan por completo inútiles, tan inútiles como el Senado. De otra parte, el penoso precedente de la LOAPA estigmatizó las leyes de armonización, un mecanismo que bien empleado hubiera podido ser útil para dar coherencia al sistema.

Como colofón de tal panorama, resulta muy preocupante la vertiente jurídica de la pandemia de COVID-19, plasmada en el carrusel de autos de los Tribunales Superiores de Justicia con doctrinas dispares, después de que, por razones de pura estrategia partidista, entre unos y otros han hecho que no se prorrogara el estado de alarma. A la tragedia humana, la emergencia sanitaria y la crisis económica, se añade cierta alarma constitucional. Cabe citar de nuevo el conocido y acertado aforismo enunciado por Oliver Wendell Holmes: «hard cases make bad law». Explicaba el ilustre juez norteamericano que en los casos difíciles se ejerce «una especie de presión hidráulica que hace que lo que antes estaba claro parezca ahora dudoso, por causa de la cual incluso principios de Derecho bien establecidos acaban cediendo».

Cede ese principio constitucional de que el ejercicio de los derechos fundamentales solo se puede regular por ley, que ha de ser ley orgánica para su desarrollo, y respetando su contenido esencial. También el que deriva de la LO 4/1981, si el decreto de declaración del estado de alarma puede limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados (lo cual, obviamente, afecta al contenido esencial del derecho a elegir libremente la residencia y a circular por el territorio nacional), se deduce que sin estado de alarma no cabe esa limitación. Ahora se nos quiere convencer de que por decisión de un Gobierno autonómico y sin estado de alarma pueden imponerse esas limitaciones, como resulta del Auto 152/2021 del TSJIB (con voto particular de dos magistrados que muy acertadamente dicen: «Resulta constitucionalmente inaceptable que formalmente se adopten medidas sanitarias, cuando en realidad encubren una situación de excepción, restringiendo los derechos y libertades fundamentales al margen de los instrumentos y garantías que la Constitución recoge»). Cede el viejo principio de interpretación restrictiva de las normas restrictivas de derechos en favor del más antiguo de que el fin, en este caso el fin pandémico, justifica los medios.

Cede la prohibición de realizar habilitaciones en blanco con la aplicación extensiva del art. 3 de la LO 3/1986, como muy bien señala el TSJPV en Auto 21/2021, para que la autoridad sanitaria tome cualesquiera medidas que afectan a un amplio número de ciudadanos y a cualquier derecho fundamental.

Cede la distinción entre disposición general y acto administrativo, que tantas veces hemos explicado a los estudiantes de derecho (inciso, ya venía cediendo cuando la jurisprudencia interpreta que son solo resoluciones cosas como las convocatorias de procesos selectivos ⸺«la ley de la oposición»⸺ o las relaciones de puestos de trabajo de funcionarios, que cumplen todas las notas que definen a las disposiciones generales, pero esto daría para un estudio aparte), cuando se interpreta que entre esas medidas de las autoridades sanitarias se comprende dictar decretos u órdenes que limitan con carácter general a toda la ciudadanía el ejercicio de derechos fundamentales y que basta con pedir autorización judicial para obviar cualquier escrúpulo constitucional.

Cede la doctrina de la discrecionalidad técnica, en cuya virtud el juez no debe suplantar al especialista en un saber que no posee, que ya se había perfilado en el sentido de que el juez sí puede controlar la validez jurídica del dictamen pero sin entrar en el núcleo de la valoración técnica, para convertir a los jueces en epidemiólogos. Si los propios médicos no suelen ponerse de acuerdo, menos lo van a hacer los jueces, ya habituados a discrepar al interpretar la ley, cuando se les hace leer informes sanitarios, contrastar si ofrecen suficiente evidencia científica y pronunciarse sobre qué medidas antipandemia procede adoptar.  

Cede el principio de división de poderes cuando se incita a los jueces a hacer de colegisladores, a entrar en cuestiones de oportunidad sobre las normas que conviene dictar, aunque se vistan sus decisiones con términos más aceptables como proporcionalidad, idoneidad y necesidad.

Es dudoso si, como se ha dicho, saldremos mejores de la pandemia; pero no parece que vayamos a salir con mejor derecho.

 

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