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28/03/2024. 18:42:14

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Impuestos y solidaridad: enemigos íntimos

Abogado – Socio director en Documenta TP

En las últimas semanas se ha hecho público por parte de distintos representantes del poder ejecutivo la intención de sacar adelante una nueva figura tributaria conocida como Impuesto de Solidaridad a la Grandes Fortunas como elemento de lucha o contrapeso contra las rebajas fiscales planteadas por distintas Comunidades Autónomas en el Impuesto sobre el Patrimonio.

Con independencia del reproche técnico que merece este impuesto y que ya ha sido ampliamente planteado por diversos expertos en la materia, llegando a dudarse ampliamente de su encaje constitucional, me gustaría plantear aquí una reflexión de corte más etimológica y filosófica, si se me permite.

Lo primero que llama la atención de este nuevo impuesto, más allá del momento y la eterna lucha electoralista en la que vive enfrascada la clase política, es el novedoso uso del término “solidaridad” acompañada de la preposición “de” para referirse a este impuesto. Y es algo novedoso porque hasta ahora los impuestos estaban concebidos como obligaciones constitucionales de las del artículo 31 de la Constitución en aquel conocido “Todos contribuirán…”.

Sin embargo, este nuevo impuesto, que además parece tener carácter temporal y limita su aplicación a los próximos ejercicios 2023 y 2024, parece querer alejarse del conocido mandato constitucional para adentrarse en el terreno de lo solidario. Pero ¿son conceptos compatibles los impuestos y la solidaridad? ¿Son conceptos antagónicos? ¿Cuál es el fin de uno y otro?

Pues bien, los impuestos desde su origen siglos atrás se han configurado como el medio por el cual la sociedad contribuye al sostenimiento de, en sus inicios la corona o el clero, hasta la versión actual de gasto público, en un sentido amplio casi inabarcable. Sin embargo, la solidaridad tradicionalmente se ha configurado desde el altruismo y la buena voluntad como la acción de colaborar o apoyar un interés ajeno, generalmente en algún tipo de situación vulnerable y con un marcado carácter no gubernamental. No hay que olvidar que la RAE define la solidaridad en términos genéricos como la “Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”.

Por ello, ver unidos ambos conceptos por medio de la proposición “de” que, en este caso, parece querer expresar la naturaleza, condición o cualidad del impuesto resulta cuanto menos confuso. Más aún cuando es claro que el pago de este impuesto no va a quedar al arbitrio voluntarista de las grandes fortunas susceptibles de encajar como sujetos pasivos, sino que vendrá dotado del aparataje coercitivo habitual de toda figura tributaria.

Entonces, ¿pagar impuestos, en general, y este, en particular, debe ser un acto de solidaridad o una obligación constitucional? ¿Por qué este impuesto pretende vestirse de solidario? Por la situación de crisis y merma de ingresos actual no debería, ya que la recaudación parece estar aumentando en modo superior al gasto público con motivo de la inflación. Por ello, surgen más interrogantes aún. ¿Por qué hasta ahora la solidaridad de los contribuyentes en sus inversiones o donaciones era incentivada por el sistema tributario mediante la aplicación de deducciones y ahora la solidaridad va a residir en el pago de nuevos impuestos? ¿Se extenderá a otros impuestos bajo el pretexto de la mayor necesidad de solidaridad de alguien o para alguien? ¿Será este el nuevo mecanismo para barnizar el sostenimiento del gasto público de una máscara protectora frente a indeseables que no quieran ayudar al prójimo o, en general, frente a la opinión pública?

Pero volviendo al análisis etimológico de este impuesto, destaca el uso del concepto de “grandes fortunas” que también navega por lo indeterminado con aplomo y para el que también valdría preguntarse qué es una fortuna y cuando debe considerarse grande, mediana o pequeña. Cierto es que la norma parece que planteará unos umbrales a partir de los cuales se deberá pagar este impuesto, pero quizás habría sido mejor utilizar un término más neutro como el habitual de patrimonio.

No obstante, este nuevo impuesto viene marcado por el uso del castellano en el más capcioso de sus sentidos con la única intención de aplicar una presión social de unos frente a otros por medio del recurso de la solidaridad. Pero una solidaridad que se aleja del concepto tradicional de solidaridad, ya que ahora la solidaridad de las grandes fortunas no es directamente con las causas que deciden apoyar altruistamente, sino que el destinatario forzoso de su solidaridad va a ser el Estado. Un cambio de paradigma sustancial que pone de manifiesto con claridad la enorme manipulación conceptual que este nuevo impuesto practica sobre el sistema tributario.

Nadie duda de que este impuesto verá la luz y se pondrá en funcionamiento y puede que incluso los tribunales lo consideren aceptable, que no necesario ni idóneo, de acuerdo con nuestro marco normativo. Quizás el Tribunal Constitucional pueda llegar a decir que no invade competencias de otros impuestos como el de patrimonio por un tal y tal motivo y que, además, respeta o, al menos no atenta, contra los principios constitucionales del sistema tributario. Eso ya se verá.

Sin embargo, desde una perspectiva más amplia, profunda o moralista habría que plantearse si el acercamiento entre dos conceptos independientes y antagónicos puede lastrar la ya de por sí maltrecha seguridad jurídica del ordenamiento tributario español. Y esto es así porque la solidaridad tiende a apelar a los sentimientos para conseguir resultados que hagan mejor a esta sociedad en uno u otro sentido. No obstante, la tributación tiende estrictamente al sostenimiento del gasto público a través de un sistema de contribución fraccionada entre distintos tipos de contribuyentes y por una multitud de conceptos impositivos.

Entonces ¿pueden converger ambos conceptos, impuesto y solidaridad, y fructificar en una especie de contribución reforzada o benéfica del gasto público? Podría ser, y así se está viendo en determinados colectivos como los grupos de millonarios benefactores altruistas denominados “Patriotic millionaires” que piden ser gravados con mayor intensidad. Sin embargo, esto debería respetar el carácter voluntario y, a priori, altruista que toda contribución solidaria debe conllevar y no configurarse como una suerte de contribución especial, cuyo fin previsto por la Ley General Tributaria es bien distinto.

Este impuesto de solidaridad concebido como tal no parece que vaya a tener un carácter voluntario por lo que no es sino una mera filigrana capciosa que pretende imponer, nunca mejor dicho, la obligación de ser solidarios con el Estado por parte de los colectivos “afortunados”. De lo contrario, si un contribuyente decidiera libremente no querer ser solidario debería afrontar no sólo el reproche social a su insolidaridad sino también el jurídico dadas las herramientas que usará el Estado para que sea solidario.

En definitiva, valga esta breve reflexión para invitar al legislador al noble acto de llamar a las cosas por su nombre y no usar términos confusos en algo tan relevante como el deber constitucional de contar con un sistema tributario justo y bien asentado sobre unos principios sólidos que redunden en beneficio de todos.

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