Desde hace tiempo se viene sosteniendo por muchos que la persistente e irreductible tasa de temporalidad de nuestro mercado de trabajo tiene que ver sobre todo con el diferente grado de dificultad y coste de la extinción del contrato temporal respecto de la extinción del contrato indefinido.
De esa constatación han nacido propuestas como la del contrato único, que pretende fundamentalmente igualar la indemnización por extinción del contrato de trabajo, haciéndola dependiente de la antigüedad en la empresa y del carácter justificado o injustificado del despido, pero independiente de una diferenciación entre contrato temporal e indefinido que ya no existiría con carácter general, salvo supuestos muy específicos y limitados vinculados a contratos con finalidad formativa o para la sustitución de trabajadores con reserva de puesto de trabajo. Y es la misma idea que ya estaba implícita en la elevación de la indemnización desde 8 a 12 días, de manera progresiva, que se introdujo para la extinción de algunos contratos temporales mediante la Ley 35/2010, de 17 de septiembre.
Sin embargo se ha hablado menos de la conexión entre la utilización generalizada de la contratación temporal y la regulación del despido colectivo, a pesar de que posiblemente existe una relación muy directa entre ambas instituciones. En efecto, cuando la empresa atraviesa una situación de crisis y necesita una reestructuración de su plantilla, la primera acción empresarial suele ser la extinción de todos los contratos temporales. Es más, si no lo hace así y pretende abordar cualquier otro proceso de ajuste por vía del despido colectivo, o incluso de suspensión de contratos de trabajo, es la propia representación social la que exige y sostiene que no puede aceptarse ninguna medida de flexibilidad interna o externa como las señaladas mientras la empresa mantiene contratos temporales, de manera que la primera actuación ha de ser su extinción inmediata, al margen de que tenga sentido empresarial y productivo que precisamente dichos trabajadores contratados temporalmente sean los afectados por el despido o por la extinción del contrato.
Esta práctica generalizada explica que únicamente en situaciones de crisis económica como la que llevamos padeciendo desde más de un lustro la tasa de temporalidad se reduzca de manera sustancial. Es así porque el primer ajuste en el volumen de empleo se realiza por extinción de los contratos temporales, lo que añade el efecto adicional de concentrar las tasas de desempleo más graves en los jóvenes, que son quienes de forma habitual están sometidos durante los primeros años de su vida laboral a una larga sucesión de contratos temporales que no terminan de dar lugar a una relación de empleo estable.
La aceptación legal y la admisión generalizada por los actores sociales de esta práctica de reestructuración como vía preferente, y única si es suficiente, de abordar los procesos de reestructuración de plantilla, se convierte en un formidable incentivo para mantener altos porcentajes de contratación temporal, que juegan para la empresa como "colchones de seguridad" ante situaciones de dificultad económica o simplemente de reducción de la demanda de sus productos o servicios.
Habría por tanto razones para que la Ley introdujera criterios correctores que impidieran esa forma habitual de actuación, eliminando con ello el incentivo quizá más poderoso, junto con el diferencial en el coste indemnizatorio, para mantener nuestra ya endémica y conocida dualidad del mercado de trabajo, con tasas de temporalidad desconocidas en cualquier país civilizado.
Como es sabido, el artículo 51 ET establece que el empresario que inicia un proceso de despido colectivo debe señalar los criterios de selección de los trabajadores afectados. Pero la Ley, a diferencia de lo que ocurre en otros ordenamientos, ha renunciado completamente a intervenir en la fijación de dichos criterios, dejando tal misión a la negociación colectiva o a la decisión empresarial. Esa falta de intervención legislativa, al margen de otros múltiples problemas que se están planteando a la vista de algunas interpretaciones judiciales que exigen una objetividad casi siempre imposible de conseguir en la elección de esos criterios, se convierte, en la cuestión que analizamos, en una invitación a comenzar siempre cualquier proceso de reducción de plantilla por la extinción de contratos temporales, incluso cuando el tiempo efectivo de prestación de servicios para la empresa sea muy superior al de otros trabajadores con contrato indefinido.
Por ello, y por las mismas razones por las que se protege, al menos teóricamente, a los trabajadores de 50 más años mediante el cauce de imponer al empresario una carga adicional de aportación al Tesoro cuando la proporción de afectados por el despido colectivo en ese grupo es superior a la de trabajadores de esa misma edad en la empresa, computando las extinciones anteriores y posteriores al despido colectivo -Disposición Adicional 16ª de la Ley 27/2011, de 2 de agosto-, podría pensarse en establecer alguna regla de proporcionalidad en la que los trabajadores vinculados a la empresa mediante contrato temporal no fueran afectados por la extinción en mayor proporción que los trabajadores con contrato indefinido, exigiendo criterios de selección completamente desvinculados de la naturaleza temporal del vínculo -antigüedad, formación, experiencia profesional, etc.-. Se eliminaría posiblemente, o se mitigaría en todo caso, una práctica como la extinción general de contratos temporales que sigue actuando como incentivo a su utilización para las empresas ante una eventual situación de crisis, en la medida en que se convierte en presupuesto previo a cualquier proceso de despido colectivo, incidiendo en el mantenimiento y perpetuación de altas tasas de temporalidad.