Decía Isaiah Berlin que el principal problema que presentan las garantías de bienestar por parte del sector público es el de las renuncias de libertad que nos exigen. Nada más cierto y, además, no hay escapatoria a semejante dilema. La manera que se nos ha ocurrido de enfrentarnos a él ha sido la de concebir y llevar a la práctica ciertas combinaciones hasta encontrar un equilibrio en el que se dieran niveles satisfactorios de prosperidad y de libertad. Llevamos ya un siglo en busca del unicornio verbalizado por J.M. Keynes, el “capitalism wisely managed”, el mercado sabiamente manejado.
O sea, la regulación, llevada a cabo, cómo no, por los que saben. Estos reguladores y reguladoras de todos los sexos, merecedores de la dedicatoria de bibliotecas enteras, ignoran una cosa: que no saben o, al menos, que no saben lo suficiente como para convertir sus profecías en pauta vinculante de conducta para los demás. A la presunción iuris et de iure de omnisciencia se añade otro fenómeno no menos curioso, que los reguladores no padecen las consecuencias de sus errores, lo cual quiere decir que están exentos del coste de oportunidad o, lo que es lo mismo, que sus decisiones carecen de racionalidad económica. Los reguladores podrían ser definidos, por tanto, como unos ignorantes irracionales (también hay ignorantes racionales).
Hemos reservado legalmente a los reguladores una etiqueta la mar de pizpireta, la de autoridades independientes y, también por ministerio de la Ley, les hemos otorgado el privilegio de habitar en el espacio intermedio situado entre la política y el mercado. Demasiado para nuestro universo postmoderno. En su sentido romano clásico, como explicó A. d'Ors, la auctoritas es un saber socialmente reconocido, mientras que la potestas es un poder socialmente reconocido: "pregunta el que puede, responde el que sabe", le gustaba decir. A mi parecer, esa falta de reconocimiento social y el constante recurso a la imposición normativa han hecho de los reguladores un espectro de sí mismos, carentes por completo de cometidos propios en la vida real como consecuencia -principal, pero no exclusivamente- de la simbiosis entre legislación y regulación, puesta en evidencia a lo largo de toda la crisis financiera: las instancias normativas (gubernativas y parlamentarias) escupían medidas imperativas sin cesar para hacer frente, ad casum, a situaciones de urgencia y, sobre todo, para respaldar decisiones discrecionales de los reguladores, convertidos ya en un mero brachium saeculare del poder político. Quien preguntaba, en definitiva, daba hechas las respuestas al oráculo, reseteado ya en mero ejecutor de decisiones precocinadas.
Y voy con la arquitectura y, sobre todo, con la albañilería de la regulación financiera. El reforzamiento de los requisitos de capital de las entidades de crédito, acompañado de una exhaustiva panoplia de medidas de ring fencing entorno a los depósitos -entorpecedoras al máximo de la operatoria bancaria, dicho sea de paso- han supuesto un movimiento de reducción extrema del número de bancos, hasta el punto de que el sector está cada vez más concentrado en cuanto a entidades y menos diversificado en cuanto a productos. El constante cierre de sucursales, las reducciones de plantilla, la productividad negativa y la reluctancia generalizada hacia los bancos han hecho de este sector económico, a la vista del público, un ecosistema parásito. Legisladores y reguladores se empeñan en fomentar la autofagia, ya que cercenan cualquier intento de escapar hacia conductos alternativos a la banca para la obtención de financiación, justamente para proteger artificialmente un negocio que, curiosamente, funciona con unos precios (tipos de interés) negativos. Además de la llamada política de expansión monetaria, tenemos ejemplos más que sobrados del vigente régimen de represión financiera, como el crowdfunding (reducido a cantidades homeopáticas), la restricción de los pagos en efectivo y la promesa de imposición a las fintechs de unos requisitos de capital regulatorio equivalentes a los bancos, por no hablar del sistema policial que impera en los sistemas de pago, lleno de garitas de peaje.
La cruda realidad está plagada de situaciones esperpénticas en la cadena de destrucción de valor, como las comisiones -auténticamente leoninas- por mantenimiento de cuentas corrientes o el diferimiento de los reembolsos y abonos por "causas técnicas", todo esto supuestamente fenecido en un entorno digital en el que la información fluye en tiempo real y sin restricciones entre todos los operadores. Como los bancos ya no prestan servicios, tienen no solo que inventárselos, sino imponérnoslos, con la imprescindible ayuda de los legisladores y reguladores. La vida al revés: en lugar de que los bancos, como cualquier otra empresa, busque atraerse clientes, son los clientes los que se ven empujados hacia los bancos. Ya se sabe que, en el colmo de la sequía, los árboles persiguen a los perros. Cada vez está más claro que no acudimos a un banco voluntariamente, porque queremos, sino porque nos obligan. Es la cara oculta de la hiper-protección de los depositantes, cuyo dinero está supuestamente a resguardo de toda veleidad financiera y de toda posibilidad de pérdida. Ninguna garantía, ninguna seguridad es gratuita, alguien tiene que pagarla, y normalmente siempre lo hacen quienes supuestamente la disfrutan; por eso, los depositantes sí pagan por tener asegurados sus depósitos -aunque no los tengan- en forma de comisiones, de intereses negativos y de inmovilización por falta de aplicaciones alternativas.
Algunos sentirán cierto confort al conocer la aprobación por el Gobierno del Real Decreto-Ley 19/2017, de cuentas de pago básicas, traslado de cuentas de pago y comparabilidad de comisiones, o sea, de cuentas corrientes legalmente exentas de gastos y comisiones, para evitar la exclusión financiera de quienes no puedan pagar las gabelas bancarias. ¿Verdad que adivinan quienes pagarán por quienes no pagan? En efecto, todos los que ya pagamos que, obviamente, pagaremos más. La restricción en la oferta de servicios financieros otorga a los bancos una capacidad casi infinita de repercusión de costes y de imposición de subvenciones cruzadas. Ya tenemos todos los elementos propios del racionamiento financiero en la era digital: barreras legales de acceso a la oferta, restricciones en el tipo y calidad de productos y control de precios.
Siempre me han atraído -debo recomendar sobre esto el libro de Castaingts-, los simbolismos del dinero y su carga de connotaciones religiosas y antropológicas. Pero lo único que me evoca la trapisonda montada por nuestro vigente sistema bancario es la adoración de la regulación, por eso le llamo regulatría.