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06/10/2024. 09:19:55
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La utopía de nuestro trabajo

A. J. Vázquez Vaamonde

Profesor de Investigación del CSIC

Cualquier disculpa es buena, cualquiera de las distintas creencias en las que vivimos todos, incluidos los no creyentes, para intentar lo único que vale la pena en esta vida: lo que da sentido a nuestra existencia: ser feliz en ella mientras dure. La recurrente tentación de autismo nos aqueja; la tentación de cerrar la puerta e irnos se nos apodera al ver como se desmorona todo aquello en lo que creemos, esa particular utopía en la que creemos, que no acaba de encontrar su “topos”: que aumente la justicia en el mundo, a la que dedicamos nuestros afanes.

No sé si fue el pedagogo austríaco Ivan Ilich quien dijo: “enseñar es imposible, aprender no”. Da igual; parafraseándolo digo: “la justicia no existe, pero sí se puede ser justo”. “Se aprende” en la casa, de nuestros padres y hermanos ¡magníficos docentes!; en la escuela, del profesor que es más objetivo por más ajeno al pleito; y en la vida, unas veces por ser justa, pero muchas por no serlo que, como se suele decir, de los errores se aprende más que de los aciertos.

Es dura esta profesión. Como en ninguna otra sufrimos la publicidad incómoda de la derrota: la razón que se nos niega. A veces pienso si no es más grave la injusticia que se produce cuando nos dan la razón sin tenerla que cuando nos la niegan ¡incluso tras haberla demostrado!

A veces recibimos la agradecida sonrisa de un niño, ese ejemplar que soporta nuestra creencia en que el futuro será más justo. Es un pago generoso por haberle regalado un poco de nuestra atención y nuestro tiempo. Ella sigue siendo el estímulo que nos anima a intentar que la inexistente justicia amanezca. Y aunque es verdad que lo hace siempre, nunca lo hace en un claro día, sino entre brumas, lluvias y aun tormentas destructivas. ¡Pero amanece!

¡Es cosa del cambio climático antropogénico!”, dicen los ecologistas. No están del todo equivocados. El medio ambiente en el que vivimos, poco justo o nada, ladinamente dictatorial o de modo descarado, el que rige nuestra realidad, es de origen íntegramente antropogénico. En él, cual Sísifo, queremos instalar en la cumbre la piedra de la justicia sin desmayar ante el fracaso en el continuo intento diario, quizá porque seguimos ignorando el aquiniano “in interiori homini hábitat veritas” que repite aquel viejo “γνωρίστε τον εαυτό σας” de Delfos.

Cambiemos o no mucho nosotros, quien no cambia es el 5 % de poderosos que gobierna el “cambio climático” de nuestra convivencia y condena al mundo a la injusticia. Ellos son los propietarios del 50 % de la riqueza creada entre todos que nos han robado “legalmente”, porque son muy “mirados”. Leo el lamento de la pareja de la vicepresidente del Parlamento tras el “affaire” de Cuatar: “¡y todo por un dinero que no necesitaba!” No cabe mejor descripción de ese eterno crimen que denunciaba Ulpiano cuando proponía: “suum cuisque tribuere”. Y ahí seguimos, animados porque poco a poco esa utopía se va encarnando; de eso no hay duda aunque últimamente parece que estamos en pleno retroceso.

La infelicidad nace de la cizaña sembrada en el campo de la convivencia humana, que es fértil, estragándolo. El 95 % seguimos enredados en pendencias inanes que distraen por completo la atención de lo importante, algunas tan ridículas como el campeonato de Cuatar. Se olvida así a la “madre de todas las injusticias”: el robo institucional, legalmente protegido, del mal reparto de la riqueza a nivel mundial regional, nacional y municipal de la que todos somos un poco cómplices. Ése es el único “pan de cada día” garantizado: el robo diario del justo salario a los 7.960.000.000 millones de trabajadores que crean la riqueza.

Nada hay tan inmundo, por descarado, como que el que pudiendo aliviarlo pretenda que los demás compensen su robo institucional a base de “propinas al camarero”. Se consagra así la injusticia del robo de su salario atropellando el derecho fundamental que promete el Título I CE78 a quien cumple con el “deber de trabajar y [que al ejercer] el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio [e intentar] la promoción a través del trabajo [no recibe] una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia” (art. 35) además de los millones de casos donde se “hace discriminación por razón de sexo” (art. 14 y 35. Mientras, el TC, de reciente actualidad, inadmite recursos de amparo porque “la violación del art. 14 no tiene interés constitucional”, como suelo recordarles porque aún me escuece “la tutela judicia INefectiva” recibida(art. 24.1), porque me produjo la “total indefensión” que prohibe el art. 24.2 ¡y todo ello entre vanas pero reales de alabanza a la transición!

Menos descarada, es la del “justo” Ingreso Mínimo Vital; al menos procede de los impuestos pre-pagados por aquellos a los que nos sobra algo de dinero, que a los que les sobra mucho lo evaden “legalmente” a los paraísos fiscales previo acuerdo con Hacienda y otros “trucos”. Es un trapacero remiendo en el abrigo de una raída justicia. O la “piadosa” y mínima caridad con la que pretendemos comprar a bajísimo precio “disfrutar de la gloria divina por toda la eternidad” creyendo que la indulgencia divina derrotara a la omnipotente justicia.

Todos somos cómplices indirectos al comprar esa camiseta por 2 €. Ignoramos así a los esclavos invisibles que fabrican esta camiseta; nuestros abuelos ignoraron a los que recogían el algodón de las de antaño y a los que endulzaron su vida con el azúcar de aquellas plantaciones  de caña trabajadas también por esclavos, o disfrutamos momentos felices del triunfo de nuestro equipo en los estadios cuyo hormigón fraguó con la sangre de los esclavos muertos al hacerlos.

Lo somos también cuando regateamos unos céntimos al pobre que florece en las esquinas de nuestras ciudades, ¿llegamos a verlos?, porque es una molestia meter la mano en el bolsillo para darle los céntimos que nos sobran; y mil gestos aún más injustos que practicamos a diario como perros de Pavlov insolidarios. Sin estimulo interno ante la desgracia evidente somos víctimas y victimarios; somos profesionales que clamamos buscando justicia, ¡la que sólo nos afecta a nosotros!; nos olvidamos, indiferentes, de la injusticia que sufren los demás.

Siempre hubo pobres y ricos” decían nuestras abuelas. Hoy nuestros hijos y nietos dicen: “¡es lo que hay!” Es el mismo alibí para no hacer nada, con lo que, inevitablemente, los habrá siempre. Y así, nadando y guardando la ropa, nos movemos en este piélago de la injusticia que es nuestra vida y que tan bien describió un amigo mío: “espero que cuando me muera Dios sea tan injusto conmigo como lo fue toda mi vida”. Nos reímos ante semejante “boutade”; pero cuando aclaró: “¿acaso yo tengo más mérito que los 7.800 millones de personas que han vivido peor que yo, cuando reclamo mi derecho a vivir como he vivido?”, nos dejó perplejos.

Estas son mis reflexiones en este tiempo navideño cumpliendo la obligación de expresar buenos deseos “a la parte contratante de la segunda parte”. Que la conciliación previa no sea un vano gesto procesal; animemos a nuestro cliente a la conciliación; evitemos el pleito; que la demanda civil evite la querella y el Código Penal siga siendo siempre la última ratio; que el art. 7.1 CC “los derechos deberán ejercitarse con buena fe” rija nuestra actividad profesional. Hagamos algo, ¡lo que sea!, para que el año 2023 termine con menos disparates jurídicos que los cometidos cuan do iba a terminar el año 2022. ¡Es nuestra profesión! ¡Seamos profesionales!

Soportemos, pues, con paciencia las flaquezas y adversidades del prójimo”; las impertinencias de esos 7.999.999.999 cuñadas y cuñados insoportables, ¡es claro que nosotros no somos cuñados de ellos!, que con más ingenio o torpeza arruinan la cena familiar. Quizá es demasiado pedir porque también nuestro jefe es nuestro prójimo, pero al menos esa noche no está en esa cena de fin de año. ¡Empecemos, pues, el año en paz! ¡Tranquilos! Aún queda todo un año por delante, 364 días para estropearlo. No hay por qué impacientarse. ¡Feliz Año 23!

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