Mejorar la Justicia, que es una demanda social cada vez más clamorosa, implica mejorar la formación de los operadores jurídicos. Sin buenos jueces, buenos fiscales, buenos abogados, buenos secretarios judiciales, buenos procuradores o buenos peritos, no es posible tener una buena Justicia. Estos días nuestros legisladores han dado un paso de indudable trascendencia, gracias al cual los ciudadanos españoles que en el futuro acudan a un abogado tendrán la garantía de que el asesoramiento jurídico que reciban y la defensa jurídica que éstos planteen en su nombre ante los tribunales o fuera de ellos será de mayor calidad, más sólida, más eficiente.
La aprobación del Reglamento de la Ley de Acceso a la Abogacía y a la Procura y la consiguiente entrada en vigor de esta Ley en noviembre de este año -después de una vacatio legis ¡de cinco años!, posiblemente la más larga de la historia de la democracia-, es una conquista de la que deben sentirse orgullosos, por este orden, los ciudadanos en general, la Administración de Justicia, los estudiantes y los abogados. Los ciudadanos porque tendrán, desde el inicio de la profesión, abogados mejor formados y mayores garantías de su derecho de defensa; la Administración de Justicia, porque, como en todo servicio público, la eficiencia y eficacia en su prestación depende directamente de las capacidades y habilidades de quienes lo prestan o colaboran en su prestación; los estudiantes, porque dispondrán de una mejor formación, podrán incorporarse al trabajo más fácilmente y accederán a un master equiparable en toda Europa; y los abogados, porque, por fin, dejamos de ser una excepción única en Europa y porque va a mejorar la competencia y la competitividad de la profesión: los nuevos abogados van a ser, además, un acicate para todos por su calidad desde el inicio.
La Abogacía española lleva casi cien años pidiendo un título profesional de acceso a la profesión. No es una cuestión de oportunidad ni busca poner barreras de entrada. Nunca la Abogacía ha puesto obstáculos a la incorporación de nuevos profesionales. Es una profesión acostumbrada a los cambios sociales y legislativos, en permanente transformación, en la que cada cual busca su espacio. Pero resultaba insólito que fuéramos el único país de Europa donde un recién licenciado en Derecho, con escaso o nulo bagaje de conocimientos prácticos -no entro en los teóricos- podía colegiarse al día siguiente de terminar la carrera e, inmediatamente, actuar ante cualquier instancia, incluidos el Tribunal Constitucional o el Supremo, sin cumplir ningún otro requisito. Con esta ley también se evitarán situaciones de desigualdad del pasado, cuando unos pocos conseguían realizar la pasantía en un despacho o accedían a una formación muy cara y la inmensa mayoría eran discriminados por razones económicas o sociales. Es más, la carencia de una Ley de Acceso está provocando que algunos estudiantes y licenciados europeos en cuyos países la exigencia es mayor, vengan a España y traten de burlar su propia legislación.
La Universidad ha venido formando graduados, licenciados en Derecho, no abogados, fiscales o jueces. La exigencia de conocimientos para la formación de postgrado de estos dos últimos es muy elevada. ¿Debe ser menor la de los abogados cuando lo que tienen en sus manos es la defensa de los derechos de los ciudadanos? Para que haya verdadera igualdad de armas en el proceso, es imprescindible propiciar la igualdad en la formación de todos los operadores jurídicos. Ahora toca mejorar la formación de los abogados y creo que está más cercano el ansiado momento en el que podamos decir a cualquier ciudadano que la formación del juez que resolverá su litigio, la del fiscal, la del abogado del Estado o contraparte y de la su propio abogado defensor es parangonable y que cada uno se ha especializado después en su tarea específica, de forma que el principio de igualdad se cumple adecuadamente.
Durante años, las Escuelas de Práctica Jurídica, la mayoría de ellas creadas por los propios Colegios de Abogados, han tratado de dar a los alumnos que voluntariamente lo han solicitado, una formación eminentemente práctica para alcanzar las habilidades y competencias fundamentales para iniciarse en el ejercicio de la Abogacía. Pero no ha sido suficiente, precisamente por el carácter no obligatorio de sus enseñanzas. De lo que se trata es que la formación de postgrado sea, ante todo, práctica. Que no se convierta -sería un gravísimo error y un fraude de ley- en un quinto curso teórico o, mucho menos, que cristalice como una formación específica cuya única finalidad sea superar la prueba de acceso a la Abogacía. Es fundamental reclutar inmediatamente a los mejores jueces, magistrados, fiscales, secretarios judiciales, procuradores, notarios y registradores, así como a gabinetes jurídicos de empresas y Administraciones públicas para convertir a los estudiantes en profesionales en el arte de abogar y que sean muy conscientes de la función esencial que el Estado de Derecho y la Constitución les confían: nada menos que la defensa de los derechos y libertades. Que sean sensibles y generosos con los colectivos más vulnerables y que no cesen en el estudio y la especialización. Que actúen siempre de buena fe y con competencia, con lealtad al cliente, consideración a los compañeros o compañeras, con respeto a la parte contraria y guardando absoluto secreto de cuanto el cliente les haya confiado. Que defiendan a ultranza la defensa como institución constitucional en orden a la libertad de las personas, a la tutela judicial efectiva y a la de todos los derechos y libertades legítimos de las personas.
En fin, que siempre, siempre, coloquen a la persona humana en el centro del Derecho, de la defensa y de la Justicia y que puedan competir y acompañar a sus clientes -como hoy lo hacen nuestros mejores- en cualquier lugar del mundo.
Hemos tendido la mano a las Universidades porque creemos que la proximidad entre la Universidad y el sector profesional contribuye decididamente al avance de la sociedad y a la calidad del servicio que la Abogacía presta a la sociedad. Hemos apostado por una política de becas que impida que ningún licenciado tenga que renunciar al acceso por razones económicas. Hemos tendido puentes para solucionar problemas coyunturales. Ahora toca trabajar en la implantación real del mejor curso de acceso posible para tener los abogados mejor preparados y más competitivos.
Mejorar la formación de los abogados implica, como he dicho al principio, mejorar la calidad de la Justicia y un acicate y una mayor exigencia para el resto de profesionales. Mejorar la Justicia, realizar mejor la siempre inacabada tarea de hacer Justicia, exige, desde luego, otras muchas cosas, tantas que su simple enumeración no cabe en un artículo. Y aunque hasta ahora no se ha hecho, tal vez porque la Justicia ni daba ni quitaba votos, es urgente hacerlo porque la demanda social ha pasado del silencio de quienes aguantan resignadamente al clamor de quienes exigen el ejercicio de sus derechos.
De momento, vamos a tener mejores abogados para defender mejor los derechos de los ciudadanos. Sin complacencia alguna tras la consecución de esta histórica reivindicación, vamos a seguir luchando por la formación continuada y especializada de la Abogacía que garantice plena y permanentemente el derecho de defensa. No hemos dejado de denunciar nunca todo lo que hay que cambiar en la Justicia ni vamos a dejar de hacerlo ni de instar al Gobierno y a todas las fuerzas políticas a ese Pacto por la Justicia que más que una necesidad es una exigencia ética, sustancial, del propio Estado de Derecho. Pero el uno de noviembre, cuando entre en vigor definitivamente la Ley de Acceso a la Abogacía -que ha sido posible gracias, entre otras cosas al esfuerzo de entendimiento entre los ministros de Justicia y de Educación y Universidades- será un día para celebrar una nueva conquista de la ciudadanía y una mejora para nuestra maltrecha Administración de Justicia.
Fuente: www.abogados.es