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25/04/2024. 20:14:40

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Un esbozo crítico desde la perspectiva de un no-especialista

¿Quién tiene mayor necesidad de pagar impuestos?

Renzo E. Saavedra Velazco
Profesor de Responsabilidad Civil en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Asociado del Estudio Payet, Rey, Cauvi. Especialización en el Programa Latinoamericano de Law & Economics auspiciado por George Mason University y ALACDE.

No, no nos hemos equivocado estimado lector, estamos reconociendo -desde el propio título- nuestra calidad de no-especialistas respecto de una de las materias que se abordará explícitamente en la presente nota. Nos referimos, como es natural, a la categoría tributaria de impuesto, la cual a su vez conlleva un manejo -por mínimo que este sea- de nociones como tributo (vinculado o no-vinculado), capacidad contributiva, confiscatoriedad, etc. Es por ello que estamos conscientes de las probables críticas de las que podamos ser objeto por el empleo no-técnico de dichas nociones, es por ello que pedimos las disculpas anticipadas a los auténticos especialistas.

Ante tamaña confesión, surge una interrogante inmediata: ¿por qué leer los desvaríos de un no-especialista sobre un tema que exige una altísima especialización? La respuesta, curiosamente, es en gran parte la misma que motiva la pregunta: en la medida que no somos especialistas no podemos analizar los debates jurídicos que los especialistas desarrollan, por tanto, intentaremos estudiar los fundamentos de carácter social y económico que justifican el cobro y el pago de un tributo. En este orden de  ideas, el efecto que genera el tributo en los miembros de la sociedad es difícil de describir pero todos sabemos muy bien que es particularmente vívido (al menos para un sector importante de nosotros), ya que extrae una parte del patrimonio de un sujeto (el contribuyente), quien a pesar del desembolso puede no recibir una ventaja específica (en los tributos no-vinculados) o recibiéndola (como un bien o un servicio) puede que considere que no tiene por qué pagar por él (pues, como sucede en el caso de los impuestos y muchas veces también en el caso de las contribuciones, resulta ser una obligación estatal) o que su cobro es excesivo (sobre todo en las tasas, si bien la discusión sobre los impuestos confiscatorios es uno de gran relevancia teórico-practica del régimen tributario).

Teniendo estos elementos de juicio en mente, podemos sintetizar las reacciones de los miembros de la sociedad en dos expresiones típicas. La primera, el dinero que se desembolsa por impuestos se extrae, como es obvio, de nuestro patrimonio y por ello deseamos conservarlo (o, en otras palabras, ¡es nuestro dinero y queremos quedarnos con él!); y, la segunda, el dinero se entrega al Estado quien muchas veces lo gasta de manera indiscriminada y sin identificar las verdaderas necesidades de la sociedad (o, si se quiere, ¡es nuestro dinero, por ello deseamos gastarlo libremente y como creamos conveniente¡). No obstante que, en no escasa medida, las reacciones aludidas tienen un componente de verdad, también habría que observar que parten de una premisa que es susceptible de crítica: el dinero aludido no es totalmente nuestro.

Efectuar una afirmación de este tipo puede parecer injustificada, sin embargo, bien vistas las cosas no debería causar demasiada perplejidad, por no decir que la misma debiera ser admitida pacíficamente. En efecto, el patrimonio que cada persona acumula no es sólo el fruto de sus iniciativas individuales, de su trabajo, de su ahorro o, en fin, de lo que pudiese heredar, sino que para obtenerlo, mantenerlo o transmitirlo requerimos -como es natural- de un sistema que nos respalde. Vale decir, nuestros esfuerzos no son del todo autónomos e independientes sino que están enmarcados dentro del sistema social, económico y jurídico en el que nos desenvolvemos. ¿Acaso se podría iniciar una actividad comercial sin un sistema que asigne titularidades (a través de la propiedad intelectual sobre un lema, una patente, etc.), pasando por su tutela (sea por medio de la represión de la competencia desleal, la responsabilidad civil o bien la sanción administrativa/penal) y culminando con la posibilidad de lograr su desplazamiento (por el uso de mecanismos contractuales)? Creemos que no. Incluso si eso sucede en el caso de iniciativas privadas (sin siquiera entrar a analizar que para financiar dichos emprendimientos requerimos -por lo general- la participación de mercados regulados, como el sistema financiero), otro tanto podemos decir acerca de actividades que se encuentran funcionalmente dependientes de la actividad ajena.

Aunque no resulte evidente para muchos, en realidad los impuestos se erigen en un precio que los ciudadanos pagamos en aras de alcanzar no sólo la propiedad sobre bienes, sino también la libertad necesaria para la búsqueda personal de felicidad o, para ser menos optimistas, para la consecución de nuestras metas individuales. Sin un sistema que asigne y tutele titularidades, los ciudadanos no seremos auténticamente libres. Ello no sólo porque la propia libertad es un derecho que debe ser asignado y tutelado, sino porque sin dicho sistema no existiría un incentivo para invertir, pues no habría ninguna seguridad de que el beneficio resultante permanecerá en nuestro patrimonio. A manera de ejemplo, digamos que una persona desea construir una casa, para ello requerirá: (i) adquirir el terreno sobre el cual edificará; (ii) contratar a quienes llevarán adelante la obra; (iii) obtener el material para la misma; y, casi con seguridad, (iv) obtener el financiamiento respectivo. Si dicha persona no tuviese la certeza de que podrá retener la obra para sí, es lógico esperar que no la ejecute puesto que asumiría todos los costos y no sabe si recibirá los beneficios netos esperados.

Lo curioso de una constatación como la mencionada es que el verdadero sentido o justificación para imponer el pago de un impuesto no sería el denominado principio de capacidad contributiva (que hipotéticamente grava determinados hechos o eventos que revelan riqueza) sino más bien la utilidad que el contribuyente extrae del propio sistema o, si se quiere, la necesidad que tiene el contribuyente de dicho sistema. Nos explicamos, una persona que realiza una actividad económica, que tiene patrimonio o que tiene capacidad para adquirirlo requiere más del sistema y del propio Estado que aquella persona que no los tiene. La razón de ello es sencilla, si no existiese ni el sistema jurídico ni el Estado no tendría manera de obtener su titularidad, protegerla o trasmitirla. En otras palabras, los ciudadanos que formamos parte de la formalidad requerimos del sistema jurídico (y del propio Estado) más de lo que lo necesita una persona que no forma de ella. Un indigente no necesita del Estado más que para la realización de medidas asistenciales dirigidas a la satisfacción de necesidades vitales, las cuales muchas veces no le son siquiera provistas (y debido a su indefensión pocas veces tienen alguien que permita que su voz sea escuchada). En cambio, una persona que realiza una actividad económica (o que es formal) no necesita del Estado para medidas asistenciales, tal persona exigirá fundamentalmente que el Estado le brinde seguridad jurídica, que ofrezca incentivos a su actividad, etc.

Iniciamos la presente nota aceptando nuestra calidad de no-especialistas, es por ello que nos sentimos en la posibilidad de cuestionar una categoría institucional como la capacidad contributiva. Tal vez nuestra crítica no haga más que evidenciar, desde un punto de vista diverso, un contenido ya existente en la propia noción aludida. Sin embargo, la idea de capacidad contributiva se suele centrar, por lo menos en muchos autores, demasiado en el excedente patrimonial que tiene un individuo para justificar, en atención a la solidaridad social, el aporte superior que se le exige en comparación a otros sujetos. Somos de la opinión de que tal idea no es en estricto cierta o al menos debiera subrayarse que esos mismos sujetos con excedente patrimonial son los que en mayor medida requieren (o necesitan) tanto de la existencia del sistema jurídico cuanto del propio Estado. Tal constatación deja aún en el tintero el alcance del Estado y el uso de los impuestos, pero ello excede los límites de la presente nota.

En sconclusión, no podemos estar más de acuerdo con aquella frase de Oliver Wendell Holmes jr. según la cual los impuestos «son el precio que pagamos por la civilización».

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