Esta preciosa frase, cuyo autor desconozco, la leí hace muchos y desde entonces se me ha quedado grabada en la mente. La verdad es que la filosofía que recoge en tan pocas palabras es ingente, pues de alguna forma condensa el espíritu del abogado penalista, y por extensión, el de toda la abogacía.

De hecho, esta frase me ha sido de mucha utilidad ante las clásicas discusiones con amigos o familiares sobre el trabajo que desarrollamos defendiendo a personas que, según el interlocutor, «son culpables» En estos casos, sirviéndome de la frase les explico que el ordenamiento jurídico establece un sistema judicial en el que toda persona, que es inocente mientras no se demuestre lo contrario, tiene derecho a defenderse a través de un abogado, y, siendo realmente responsable o no del delito por el que se le juzga, el abogado debe emplear, en el ejercicio del derecho de defensa, todas sus capacidades y habilidades al servicio del cliente, que como explica la frase se dirigirá a una lucha denodada para alcanzar el resultado más ventajoso, lo que se ilustra metafóricamente con el empleo del escudo o la espada.
Haciéndolo así, el abogado lo que hace es contribuir a que nuestro sistema judicial funcione, jugando un papel que no del todo comprendido por la sociedad, pero precisamente ahí está la grandeza de nuestra profesión, pues cuando un abogado defiende a alguien que presumiblemente ha cometido un crimen atroz y que ya ha sido juzgado por la sociedad, lo hace enfrentándose a todo tipo de dificultades cumpliendo una digna función que nuestro ordenamiento jurídico le otorga.
Por ello, el abogado, figuradamente, empleará la espada para la defensa del inocente y se pertrechará con el escudo para soportar mejor los embates que, sin duda, recibirá a resultas de la actuación de la acusación dirigida al que se presume culpable, labor ésta que desarrollará beneficiándose de las garantías que establece el propio sistema judicial (presunción de inocencia y carga de la prueba de la acusación) y, en su caso, buscando la aplicación de aquellas circunstancias que pudieran paliar o minimizar los efectos penales de su conducta.
¿Os imagináis, acaso, un juicio en el que la persona acusada, bien fuera culpable o inocente, tuviera que enfrentarse sólo y desamparado a una acusación llevada por un fiscal o abogado? La mera representación de tal esperpento lo dice todo…
Y concluyo señalando que está actividad no la desarrollamos mecánicamente, sino con un espíritu humanista. En tal sentido, os traigo este elocuente pasaje de Ossorio y Gallardo:
«Pero sobre la pasión o el interés desenfrenado, sobre el vicio y hasta sobre el delito, necesita volcar el abogado su dosis de humanismo. Se podrá poner en el lugar del hombre a quien se discute su posesión o del que ha armado su mano con ánimo homicida; buscará entre los antecedentes familiares y sociales esa clave que nunca falta, no para justificar lo injustificable, sino para comprender lo humano; Y cuando todos los recursos de la investigación fallen, hallará en el fondo de su inesquivable realidad de hombre pecador y defectible ese último poso de caridad y de fraternidad que sólo el humanismo cristiano proporciona»
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